Grecia vive una alarma por calor: las temperaturas son altísimas y el Gobierno ha recomendado a los ciudadanos que solo salgan de casa si es imprescindible. En el campo de refugiados de Moria 2, en la isla de Lesbos, hace mucho calor. En la larga hilera de carpas y contenedores, dispuestos a un tiro de piedra del mar, el sol no perdona: los árboles se pueden contar con los dedos de una mano.
Este año ha disminuido el número de refugiados que hay en la isla, pero ha aumentado su desesperación. Cada día parece más difícil obtener los permisos para llegar al destino de su largo y a menudo dramático viaje.
La parte superior roja de las "carpas de la amistad" que están al lado del campo, un poco más elevadas, es bien visible: hay mesas a la sombra donde por la mañana llegan los niños para hacer la Escuela de la Paz y por la tarde pueden comer con su familia, y luego hablar o jugar a las damas o al backgammon, mientras los niños corren por un espacio amplio y seguro. Un poco más lejos, en las carpas de la Escuela de inglés, del mismo color rojo intenso, con pupitres, pizarras, un profesor y muchos "asistentes" ayudan a los que, ya adultos, han ido poco a la escuela, pero están llenos de esperanza y ganas de avanzar.
Estos días hay casi 90 "voluntarios" (serán más de 250 durante todo el verano), en su mayoría jóvenes, de varios países europeos: Portugal, Polonia, España, Países Bajos, Italia, Bélgica, Hungría o Alemania. Cada uno se paga el viaje y la estancia para pasar sus vacaciones con los refugiados de la isla. A ellos se les sumarán algunas amigas griegas y algunos jóvenes migrantes que facilitan la amistad, traduciendo al árabe o al persa. Es el entusiasmo de la gratuidad, que contagia a muchos y que –más allá de las barreras lingüísticas y culturales– es el mensaje de Sant’Egidio a los refugiados, el "valor añadido" de las carpas rojas, donde, con los alimentos, la escuela y algún que otro consejo médico, se respira el aire fresco de la amistad.