Los Jóvenes por la Paz, que estos días están en el campo de refugiados de Esquisto (Atenas), nos envían la crónica de los primeros días de su #santegidiosummer:
«¿Habéis venido hasta aquí por nosotros?» A Mahim no le entra en la cabeza. Sus ojos reflejan una alegría oculta durante tiempo y que, poco a poco, vuelven a mostrar un destello de esperanza. Nos separamos hace un año y a algunos kilómetros de distancia, a las puertas del campo de refugiados de Eleonas. Regresamos este invierno, en enero, para traer nuestros regalos de Navidad, y prometimos que nos volveríamos a ver en agosto. Pero mientras tanto, la situación ha cambiado en el mayor campo de refugiados de Europa; muchos de los habitantes de Eleonas, de hecho, han sido reubicados en otros asentamientos y la esperanza de volvernos a ver que tenían muchos Mahim que conocimos el año pasado seguramente se tambaleó y fue cayendo cada día más abajo, enterrada en el polvo del campo y las numerosas decepciones.
Sí, hemos regresado, Mahim. Y somos aún más, aquí, en las calles del campo de refugiados de Esquisto, en las afueras del sudoeste de Atenas. Estudiantes universitarios romanos y alemanes con los petos azules de Sant'Egidio, cuarenta y cinco caras nuevas en las colinas semidesérticas del Ática. Te bajas en El Pireo, el antiguo puerto de Atenas, pero solo un autobús conecta el metro con lo que parece una avanzadilla de la yerma frontera del Oeste. Pero aquí no hay lugar para el sueño americano... perdón, europeo. Ni siquiera hay lugar para el ruido. Aunque hicieran ruido, los casi mil quinientos migrantes ni siquiera podrían hacerse oír. El único sonido que se percibe es el silencio ensordecedor de los niños más pequeños, con el rostro descolocado de quien nació en un país y lo abandonó en cuanto lo vio.
La gran mayoría son afganos, pero también hay iraquíes y kurdos. El año pasado estuvimos aquí con ellos cuando cayó Kabul y con ella la esperanza de volver a ver su país algún día. Jóvenes como Maryam, de 16 años, tuvieron que huir, con o sin su familia. Maryam estudiaba inglés, y lo aprendió tan bien que corregía las pequeñas imperfecciones de algunos de nosotros. Pero allí, en Kabul, no habría podido seguir estudiando, no después de que los talibanes tomaran el poder. Sin embargo, su deseo de aprender sigue siendo grande, y en estas tres semanas en las que crearemos la Schisto Camp Summer School, impartirá un curso de inglés para las mujeres del campamento junto con algunos de nosotros.
Y luego están los niños. Alegres, en gran número, nacieron exiliados en la periferia de Europa o han crecido entre las bombas de una guerra y las planchas de un campo de refugiados. Forzados a vivir un tiempo muerto en su formación, pero con un gran deseo de aprender. Los que nos recuerdan de las horas que pasamos jugando y aprendiendo, nos abrazan con fuerza. Nos toman de la mano, nos presentan a sus nuevos amigos, se comunican con su propio idioma: «my friend, my friend». Los miras y piensas en su historia. Aquí están, con unas zapatillas que se hunden en el polvo, y nos guían entusiasmados por los callejones y los contenedores de Esquisto. Dicen que una sociedad como la nuestra que no sueña, pierde su fuerza vital y está destinada a morir. Pero luego los miras de nuevo, con sus camisetas bien arregladas, el pelo cortado y sin perder la dignidad en lo que parece una vida ya perdida. Absorto, no sientes que te tiran del brazo, ansiosos por enseñarte algo más. Y en ellos ves aún una esperanza, que quizás nosotros ya hemos perdido, ves un sueño muy simple pero vivo. El mito dice que Europa nació en estos lares, a orillas del Mediterráneo. Tal vez también la encontremos nosotros, entre las polvorientas calles de Esquisto. Y tal vez, todavía tenga algo que contarnos o un nuevo sueño que darnos, en estos tiempos de división. Tenemos tres semanas para intentar encontrarla.