Padre Santo,
Me llamo Mauro, tengo 41 años y formo parte de aquella generación de europeos que nunca ha visto la guerra directamente, a diferencia de nuestros abuelos. Nacimos y hemos vivido en paz gracias a las visiones de hombres iluminados que construyeron el sueño europeo tras dos guerras mundiales. Pero formando parte de una Comunidad global, que tiene entre sus tres P, la de la paz, también yo he visto y he tocado la guerra. Desde hace un tiempo me ocupa de varias situaciones de conflicto. Sobre todo, de la República Centrafricana donde he conocido la gran sed de paz de aquel pueblo que tanto ha sufrido. He visto a los centroafricanos, tente humilde acostumbrada a vivir pacíficamente con etnias y religiones diferentes, precipitarse en la vorágine de la violencia. He visto a un país que goza de la bendición de las riquezas naturales caer en la miseria y convertirse en un país donde es difícil comprar alimentos y medicamentos, pero donde es excesivamente fácil encontrar armas por pocos dólares. He conocido a un pueblo bueno, rehén de la violencia y de tráficos ilegales, como el de las armas.
Yo estaba en Bangui cuando usted la visitó, y todo el pueblo centroafricano gritó al cielo con usted “Ndoye Siriri”, paz y amor.. Aquella invocación concorde de paz, aquella oración a Dios, liberó energías de reconciliación y curó el corazón de mucha gente de la esclavitud, del odio y de la desconfianza. Vi a cristianos y musulmanes nuevamente juntos acompañándole por las calles de Bangui con ramas de palmera en las manos. Un signo de paz en las calles que hasta hace pocos días antes eran escenario de enfrentamientos violentos.
La Comunidad quiso hacer suyo el llamamiento que desde Bangui usted dirigió al mundo entero: «A aquellos que utilizan injustamente las armas de este mundo [les digo que] depongan estos instrumentos de muerte». Por eso tras firmar aquí en Roma un pacto por la paz entre 14 grupos armados y políticos, empezamos a trabajar sobre el terreno para desmilitarizar a los grupos armados y que muchos pudieran volver al trabajo y con sus familias, y finalmente pudieran vivir juntos, con justicia y seguridad.
En la sabana conocí a grupos armados formados por jóvenes y niños armados hasta los dientes, con ojos de niño, pero envejecidos por el odio y tristes, que nunca habían ido a la escuela ni habían recibido educación. ¿Quién les ha armado? Nunca han tenido un libro ni un cuaderno, solo armas. ¡Es una locura demasiado grande! Vi la alegría en sus ojos cuando les propusimos dejar las armas a cambio de trabajo o educación. Padre Santo, tenemos que volver a convencer a este mundo de que la paz puede nacer no con más armas –como se dice a menudo hipócrita y cínicamente– sino sin armas. Las armas son diabólicas. Es necesario ayudar al mundo a desarmarse, como estamos haciendo en la República Centroafricana. Es el camino de la paz. Junto a la oración, que es la raíz de la paz. Eso es lo que puedo testimoniar ante usted, tras haber conocido la guerra y sus amargas consecuencias.
Testimonio en la visita del papa Francisco a la Comunidad de Sant'Egidio por sus 50 años