HOMILIES

“Un pueblo grande, universal, de humildes y de pobres, alaba al Señor porque, gratuitamente y sin méritos, ha recibido mucha agua buena”. Homilía del cardenal Matteo Zuppi por el 56 aniversario de Sant’Egidio

Is 55,1-11
Mt 7,24-27

¡Cuánta alegría llena esta tarde las naves de esta basílica! San Pablo no es pequeña, pero hoy lo parece. ¡Hay que decir que aquí hay mucha alegría! Realmente contemplamos la Evangelii gaudium, la alegría del Evangelio, que se convierte en acción de gracias por los dones que, a través de la Comunidad de Sant’Egidio, han hecho que la vida de muchos sea luminosa y feliz.

Un pueblo grande, universal, de humildes y de pobres, alaba al Señor porque, gratuitamente y sin méritos, ha recibido mucha agua buena. El agua que quita la sed y hace incluso que nuestro corazón mismo sea una fuente.

Contemplamos, y lo hacemos siempre junto a los hermanos y a las hermanas que viven en la plenitud del amor, en aquella casa a la que se dirige nuestra vida. Y buscar aquella casa es acordarse de que es la casa a la que se dirige nuestra vida. Eso nos ayuda a vivir bien en este mundo, muy bien.

Recordamos junto a ellos, contemplamos junto a ellos el ciento por uno que prometió el Señor. Lo vemos. A pesar de los límites, de la pequeñez, del pecado de nuestra pobre historia, Dios ha derramado el tesoro precioso y siempre sorprendente de su amor. Nos sorprende siempre. Aunque a veces somos tan victimistas que no nos sorprendemos de algo tan hermoso. Hermoso, lleno de tanta alegría y de tanta luz.

No nos cansemos de maravillarnos porque las vías del Señor, como hemos escuchado, son también nuestras vías; sus pensamientos, mucho mayores que los nuestros, son también nuestros pensamientos. Y aquella pequeñísima semilla que se echó el 7 de febrero de 1968 no deja de dar frutos en abundancia.

La Palabra de Dios no ha vuelto “sin realizar lo que me he propuesto y sin ser eficaz en lo que le mande”, dice el profeta. Y este es el deseo de Dios, lo contemplamos hoy: que los hombres se amen y sean amados. No hay nadie que no ame y, sobre todo, que no sea amado. A veces eso nos salva del miedo. Y da mucho amor.

Por eso hoy alabamos al Señor. No alabamos los límites. Al contrario, sentimos la inquietud por todo lo que nos falta por hacer, personalmente también por todo lo que debería haber hecho. El ansia de hacerlo mejor, de llegar a tantas personas cuyo sufrimiento sentimos, que muchas veces no tienen esperanza, en la compleja y dramática historia del mundo. Estamos en San Pablo, y sentimos toda su pasión por los dolores de un parto terrible que vive el mundo. Al mundo, es adonde debemos ir, pero cantemos antes con plenitud la gracia de esta casa construida sobre la roca.

La alegría de Dios es muy humana, verdadera. La alegría del Señor es muy humana, muy concreta. De hecho, nos ayuda a comprender el engaño de la alegría subjetiva o la que no hace frente a la vida tal como es. Es una alegría que se mide con un mundo que sigue descomponiéndose a causa de las guerras.

Así pues, no es una alegría de alguien que huye, sino la alegría de quien hace frente al mal. En el mundo vemos mucha violencia, terrorismo difuso, pobreza que, como la lluvia, los ríos y los vientos de los que habla el Evangelio, se abaten sobre nuestras casas hasta destruirlas.

Y una cultura de violencia parece conquistar cada vez más espacio, parece empaparlo todo, parece convincente. Buscar seguridad parece dar seguridad, y la mayoría, desorientada e impotente, se cierra aún más. Es aquella afirmación del yo, sin un nosotros y sin Dios, que lleva inexorablemente al desastre.

Un yo alimentado por muchos proveedores de bienestar individual ―y hay muchos― pero que nunca se encuentra a sí mismo. Porque solo saliendo de nosotros mismos comprendemos quiénes somos, y ese es uno de los motivos para dar gracias a la Comunidad. Ha hecho que todos salgamos un poco del egocentrismo y nos ha ayudado a ver a los demás. E incluso ha hecho que amemos a los demás y nos ha hecho ver que amar a los demás, en realidad, hace que estemos bien. Y que hagamos estar bien.

Por eso damos las gracias a su iniciador, Andrea Riccardi, que nunca ha dejado de construir casa y casas, y nunca ha dejado de hacernos sentir en casa, de creer que es posible que la tierra sea una casa común. Y que aquí “Fratelli Tutti” lo ha vivido en la pasión y en la inteligencia del diálogo, en la sabiduría de interrogarse sobre las corrientes profundas de la historia, sondeándolas sin el escepticismo y el fatalismo tan difusos, pero buscando siempre en ella los signos de los tiempos e interpretándolos a la luz del Evangelio.

Y doy las gracias ―creo que en nombre de todos― al presidente de la Comunidad, Marco Impagliazzo, y a todos los que colaboran con él. Para que esta comunión, tan articulada y físicamente universal, sea siempre una familia, con un rasgo de atenta y delicada fraternidad, nunca algo que demos por descontado, siempre original y creativa, sacramento de la amistad, en el que contemplamos el amor de Dios.

Y doy las gracias también a todos los que caminan con nosotros, que ayudan al camino de la Comunidad de muchos modos, entre ellos, todos los aquí presentes. Y muchos más que llevamos en el corazón.

La Comunidad es realmente una casa y quiere ser una casa, una familia, donde uno se conoce más a sí mismo cuando concibe su vida en relación con Dios y con el prójimo, en la interioridad y en el servicio recíproco. La Comunidad no ha perdido tiempo y no quiere perder tiempo en discusiones estériles. ¡Cuánto tiempo se pierde, y cuánta superficialidad hay en las contraposiciones estériles, aunque sean apasionantes! A veces nos apasionamos y no sabemos ni siquiera por qué o si existimos solo porque nos contraponemos. ¡Enhorabuena!

La Comunidad no se agotó en una entusiasmante época de sueños, para dormirse luego en el gris del cinismo y de la indiferencia. Porque el mundo del yo hace que construyamos sobre la arena del subjetivismo, que es un gran engaño que nos hace creer que somos nosotros mismos si nos ponemos en el centro, estudiándonos continuamente, pero sin satisfacción, por lo que he dicho antes, y terminando dominados por la lógica de la competencia, del enfrentarse, peligrosamente ignorante, fácilmente agresiva y violenta.

La Comunidad no se ha replegado en la mediocridad y en el compromiso con el tirano del individualismo. Ha querido ser una comunidad, concebirse junto a los demás. A veces no es fácil, a veces hay quien ha tenido que poner mucho hilo y aguja para que sigamos concibiéndonos juntos. Pero no nos salvamos solos, sino juntos, teniendo delante a nuestro Señor.

La radicalidad del inicio se ha convertido en la roca de un amor fiel, que no abandona en medio de los problemas, que es más fuerte que las decepciones y que las inevitables fragilidades. La radicalidad se ha convertido en pasión, una pasión lejos de aquellas pasiones tristes y melancólicas, una pasión que ha animado la búsqueda obstinada del bien. Exigente y humano, algo posible para todos. Hoy lo comprendemos con más claridad si cabe. Gaudium et spes, alegría y esperanza. Eso es lo que necesita hoy el mundo, envuelto en la tristeza y marcado por la desilusión, por aquel veneno del pesimismo que se rinde al miedo, que provoca pasión por las cosas y no por las personas, que hace que nos rindamos.

La Gaudium et Spes empezaba justo así: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”.

Estas palabras podemos situarlas al inicio de la vida de la Comunidad. Hija del Concilio, que define la Iglesia como signo e instrumento de la unidad de la humanidad. Y la Comunidad siempre es un pequeño rebaño, pero su corazón es grande y universal. No es una casta de elegidos sino una familia donde todos son llamados y amados por Dios. Eso es lo que ha querido ser y lo que, humilde pero firmemente, quiere ser la Comunidad en medio de la sobrecogedora tormenta del mundo.

Por último, la Comunidad representa una profecía en el mundo. Es decir, el recuerdo del inicio nos impulsa a confirmar con entusiasmo este llamamiento, y la profecía significa empezar a ver y a buscar y hacer realidad hoy lo que será mañana. Los profetas vivieron en tiempos difíciles. No hablan de luz en pleno día, sino en medio de la noche. Así pues, todo humilde y pequeño servicio al prójimo es profético, porque recomponen los fragmentos de las sociedades.

No se rinde, no se deja tentar ―dice el papa Francisco― por el echarse atrás, es decir, mirar siempre hacia atrás, algo que es mucho más fácil de cuanto uno cree, sino que intenta vivir la pasión del enamorado. La profecía es el gesto de amor que hoy empieza lo que será en plenitud mañana. Por eso la Comunidad siente la inquietud de ser profecía en el mundo, una profecía del mundo que vendrá. Un mundo que hoy pide que lo construyan, que creamos que es posible, que reconozcamos como algo presente en aquella creación que tanto sufre.

Todos los gritos, los terribles lamentos de las víctimas, de los pobres, hieren el corazón sensible de esta madre que es la Comunidad y se convierten en compasión concreta y personal por los pequeños y por países enteros. Es optar por un mundo más solidario, más fraterno, donde nadie es extranjero porque todos son prójimo.

Es cierto, como dijo recientemente Andrea Riccardi utilizando un verbo italiano un poco en desuso, que hay que “reamigarse”. Reamigarse, es decir, hacerse amigo, reamigar el alma de los enemigos, de los desengañados, de los indiferentes. Reamigar también nuestra alma, empezando por crear en nosotros una alma amiga, amiga de Dios y por eso amiga de los hombres. Así pues, debemos eliminar algo de enemistad, algunas barreras, la desconfianza.

Nuestras comunidades representan, humildemente pero con gran humanidad, esta decisión de reamigarse con el mundo y de reamigar el mundo con quienes tenemos a nuestro alrededor. Por eso permitidme dar las gracias a nuestros hermanos de Ucrania y también a todos aquellos ―que por desgracia son muchos― que en muchas zonas de conflicto armado representan con su amor la profecía de la paz. Es decir, no dejan de reamigarse en un mundo donde hay guerra. Así es como podrá empezar la paz, como empieza la paz.

La esperanza no termina, es profética, es el amor de Dios, empezando hoy lo que todavía no existe y que empieza en nuestra pobre humanidad, reflejo del amor de Dios.

Gracias, Señor y gracias a la Comunidad, que sigue ayudándonos a ver, con confianza y pasión, a la humanidad, para que el mal no venza. Que el Señor envíe a nuevos trabajadores a su mies. Que todos elijan la paz y el Señor dé la paz. Y que toda comunidad, pequeña o grande, en una aldea africana o en una gran megalópolis, pueda ser la casa sobre la roca del amor que no termina y no decepciona, para la humanidad, cansada y herida, por la que el Señor siente compasión. Él llama y envía a sus discípulos y les confía la verdadera fuerza, la que cambia el mundo y hace realidad hoy el deseo de Dios, qeu es también el deseo de todos: el deseo del amor. Que así sea.

Cardenal Matteo Maria Zuppi

Transcripción y traducción a cargo de la redacción