A pocos días de la Navidad, una delegación de la Comunidad de Sant'Egidio de Francia, Bélgica y Gran Bretaña visitó a los refugiados de la Jungla de Calais, el campo que se levanta cerca del Canal de la Mancha, donde muchos esperan para llegar al Reino Unido.
Ya en los meses pasados Sant'Egidio había visitado el campo, y vio que la gran mayoría de refugiados llevaba chancletas de goma, y que solo algunos afortunados tenía deportivas, sin calcetines, en un lugar donde el barro, al igual que el frío, está en todas partes. Por eso el 28 de diciembre la Comunidad volvió a la Jungla de Calais y llevó más de 400 pares de botas nuevas, junto a ropa que algunas tiendas dieron o que compró la Comunidad. Para aquellos refugiados fue el mejor regalo de Navidad.
Después de repartir los regalos, hicieron una fiesta en el patio que hay delante de la iglesia del campo, a la que acudieron refugiados de todas las nacionalidades: eritreos, afganos, iraquíes, sudaneses, curdos y sirios no dejaban de cantar y bailar.
La Jungla de Calais es un lugar difícil, y a veces paradójico: quien visita el campo se da cuenta en seguida de la acogida calurosa que propinan los refugiados, personas que pertenecen a las clases más acomodadas de sus países de origen, generalmente con un alto nivel de educación, pero que ahora viven en un entorno donde los derechos humanos distan mucho de ser respetados. Han pasado muchos meses desde que surgió el campo pero las condiciones de vida no han mejorado y las instituciones brillan por su ausencia.
"Lo que me hace resistir es que tengo un sueño", dijo Ahmed, un joven sirio que habla un inglés fluido. Es el sueño de ir a Inglaterra, de integrarse en Francia o en cualquier otro país donde no haya guerra, el sueño de recuperar a su familia, el sueño de un mundo en paz.