El mundo que destruye el futuro
Las guerras que hay en el mundo ponen de manifiesto muchos dramas y mucho sufrimiento. Los más impactantes son los que afectan a los niños. Ante todo porque la guerra los considera como adultos y les quita la especificidad de la infancia, con todos los derechos que esta comporta. Para la guerra no existen los niños, solo los adultos.
El sufrimiento de los niños en áreas de conflicto y de extrema pobreza debería afectarnos más que cualquier otro sufrimiento. Más aún porque además del drama de la muerte (las cifras de niños muertos en Gaza son catastróficas), también sufren abusos y secuestros (pensemos en los niños israelíes agredidos y secuestrados el 7 de octubre), discapacidad (¡cuántos niños pierden extremidades o la visión tras un bombardeo, como hemos visto estos días!), estrés post-traumático, separación forzada de los padres, inanición, hambre... ¡Cuántos años robados!, ¡cuánta infancia perdida!
Y eso no solo ocurre en los escenarios de guerra que más conocemos, porque tienen la atención de los medios, en Oriente Próximo o en Ucrania. Pienso en los miles de menores a quienes han robado la vida o los juegos en Yemen, Afganistán, Siria, Irak, Sudán o Mozambique; o los que participan en las guerras de baja intensidad de América Latina, de Asia o de África, demasiado olvidada. Como el Congo, por ejemplo. En este país muchos movimientos armados están formados por menores que viven la agresividad como respuesta al miedo, a la falta total de perspectivas: niños soldado que no han recibido una educación, y cuyo único modelo humano ha sido un joven mayor que ellos que empuñaba un Kaláhsnikov.
El sufrimiento de los niños en áreas de conflicto y de extrema pobreza debería afectarnos más que cualquier otro sufrimiento. Más aún porque además del drama de la muerte (las cifras de niños muertos en Gaza son catastróficas), también sufren abusos y secuestros (pensemos en los niños israelíes agredidos y secuestrados el 7 de octubre), discapacidad (¡cuántos niños pierden extremidades o la visión tras un bombardeo, como hemos visto estos días!), estrés post-traumático, separación forzada de los padres, inanición, hambre... ¡Cuántos años robados!, ¡cuánta infancia perdida!
Y eso no solo ocurre en los escenarios de guerra que más conocemos, porque tienen la atención de los medios, en Oriente Próximo o en Ucrania. Pienso en los miles de menores a quienes han robado la vida o los juegos en Yemen, Afganistán, Siria, Irak, Sudán o Mozambique; o los que participan en las guerras de baja intensidad de América Latina, de Asia o de África, demasiado olvidada. Como el Congo, por ejemplo. En este país muchos movimientos armados están formados por menores que viven la agresividad como respuesta al miedo, a la falta total de perspectivas: niños soldado que no han recibido una educación, y cuyo único modelo humano ha sido un joven mayor que ellos que empuñaba un Kaláhsnikov.
Tiene razón el camerunés Achille Mbembe cuando escribe: “La guerra yo no enfrenta necesariamente a quienes disponen de armas; enfrenta preferentemente a quienes disponen de armas y a quienes carecen de ellas”. Los niños son “los que carecen de armas”: lo son por excelencia. Muchas guerras ponen en el punto de mira a los más indefensos, a los menos temibles. Y actuando así, ponen en el punto de mira el futuro mismo de un Estado, de un grupo étnico, de un mundo. Toda guerra es guerra al futuro, pero la guerra que ataca a los niños es ―en sí misma― la decisión, miope y autolesiva, de eliminar el futuro, de tergiversarlo, de hacer que sea más oscuro y más dramático para todos.
¿Nos estamos acostumbrando al sufrimiento de los niños? Por desgracia, parece que sí. De ese modo terminamos acostumbrándonos al fin del futuro, a la preeminencia del presente y de sus problemas sin salidas y sin perspectivas, a la repetición de nosotros mismos, de nuestras estrategias infructuosas, de nuestra falta de visión. Todo niño es signo de novedad para un tiempo cansado y bloqueado.
“Una de las características rompedoras de los niños es su extraordinaria novedad”, escribió el cardenal José Tolentino en la carta para la primera Jornada Mundial de los Niños que instituyó el Papa: “Su mismo nacimiento es un acontecimiento: llega una nueva vida, una nueva persona, una nueva presencia tan intensa que renueva la identidad de la gente que la rodea”. Me parece que nuestro mundo en guerra solo mira al pasado y no quiere renovarse. Vivimos de posicionamientos, de burbujas mediáticas o de las redes, de reafirmaciones repetidas que no se dejan cuestionar por lo que puede ocurrir. Quizás por eso escasean las palabras y las iniciativas de paz.
Actualmente no se encuentran aquellas palabras y aquellos gestos ideales, unitivos, que se dieron durante las décadas de guerra fría ―con destacadas hipocresías e instrumentalizaciones, sin duda― y que alimentaron y educaron a enteras generaciones. Todavía se percibe un léxico de paz en algunos ámbitos particulares, como las iglesias, o en las escuelas y universidades. Pero el mundo de la política y de parte de los medios de comunicación va en otra dirección y considera que la palabra «paz» es un enredo o un sueño ingenuo. Los responsables de la política y de parte de la información no hablan de paz. En lugar de eso, se han convertido en expertos en armas y en estrategias militares. La guerra sacrifica el futuro y también a los niños, en particular a los de los demás.
¿No será, pues, que también nos afecta a nosotros esta masacre sin fin de menores que se produce en los cuatro puntos cardinales de la tierra? ¿Que debería cambiar algo también en Europa para que cambie finalmente algo en Congo, en Ucrania o en Gaza? ¿No será que los niños nos piden también a nosotros aquella novedad y aquel futuro que se les ha negado? Son una novedad y un futuro que, bien mirado, nos salvaría a todos. También a los adultos.
¿Nos estamos acostumbrando al sufrimiento de los niños? Por desgracia, parece que sí. De ese modo terminamos acostumbrándonos al fin del futuro, a la preeminencia del presente y de sus problemas sin salidas y sin perspectivas, a la repetición de nosotros mismos, de nuestras estrategias infructuosas, de nuestra falta de visión. Todo niño es signo de novedad para un tiempo cansado y bloqueado.
“Una de las características rompedoras de los niños es su extraordinaria novedad”, escribió el cardenal José Tolentino en la carta para la primera Jornada Mundial de los Niños que instituyó el Papa: “Su mismo nacimiento es un acontecimiento: llega una nueva vida, una nueva persona, una nueva presencia tan intensa que renueva la identidad de la gente que la rodea”. Me parece que nuestro mundo en guerra solo mira al pasado y no quiere renovarse. Vivimos de posicionamientos, de burbujas mediáticas o de las redes, de reafirmaciones repetidas que no se dejan cuestionar por lo que puede ocurrir. Quizás por eso escasean las palabras y las iniciativas de paz.
Actualmente no se encuentran aquellas palabras y aquellos gestos ideales, unitivos, que se dieron durante las décadas de guerra fría ―con destacadas hipocresías e instrumentalizaciones, sin duda― y que alimentaron y educaron a enteras generaciones. Todavía se percibe un léxico de paz en algunos ámbitos particulares, como las iglesias, o en las escuelas y universidades. Pero el mundo de la política y de parte de los medios de comunicación va en otra dirección y considera que la palabra «paz» es un enredo o un sueño ingenuo. Los responsables de la política y de parte de la información no hablan de paz. En lugar de eso, se han convertido en expertos en armas y en estrategias militares. La guerra sacrifica el futuro y también a los niños, en particular a los de los demás.
¿No será, pues, que también nos afecta a nosotros esta masacre sin fin de menores que se produce en los cuatro puntos cardinales de la tierra? ¿Que debería cambiar algo también en Europa para que cambie finalmente algo en Congo, en Ucrania o en Gaza? ¿No será que los niños nos piden también a nosotros aquella novedad y aquel futuro que se les ha negado? Son una novedad y un futuro que, bien mirado, nos salvaría a todos. También a los adultos.
[Marco Impagliazzo]
[Traducción de la redacción]