El 4 de agosto de 2020 explota el puerto de Beirut. Un año más tarde el mundo asiste impotente a la lenta destrucción del Líbano

Artículo de Andrea Riccardi

Un año después de la explosión Beirut sigue en punto muerto político. Nadie interviene, a pesar de los llamamientos del Papa

¿Qué ocurre en el Líbano? Aquel pequeño país parece olvidado. Pero su valor es superior al número de sus habitantes (4.300.000) y de su limitado territorio. Juan Pablo II decía: «El Líbano es más que un país, es un mensaje». Un mensaje de pluralismo y convivencia entre comunidades cristianas y musulmanas. Tras la Segunda Guerra Mundial fue un espacio de liberta d de opinión y de gran vitalidad cultural, mientras en los demás países árabes la vida civil estaba sometida a un duro control. En el Líbano se respiraba libertad, aunque el sistema político se basaba –democráticamente– en las comunidades confesionales. Luego llegó el declive. No se trata de repasar la historia de la guerra civil que destruyó el país, que en su día era llamado la "Suiza de Oriente Medio". Sin embargo, la crisis nunca ha sido tan grave como en la actualidad. Hoy el Líbano está al borde del colapso político, económico y social, sobre todo tras la terrible explosión del 4 de agosto de 2020, sobre la que la magistratura no ha podido arrojar luz por las dificultades que han interpuesto las fuerzas políticas que no quieren permitir investigar a algunos personajes. Ya no se habla del Líbano porque la comunidad internacional no sabe qué hacer. Y en el Líbano no solo están sus habitantes. Es el país que acoge el mayor número de refugiados respecto a su población: dos millones de palestinos, que llegaron en oleadas desde 1948, que viven en campos, y que no son considerados ciudadanos; dos millones de sirios, que difícilmente volverán a casa. Los refugiados casi igualan en número a los ciudadanos libaneses. Si se reconociera la nacionalidad tan solo a una parte de los refugiados, el Líbano cambiaría de población. Sobre todo los cristianos serían aún más minoría. El sistema político no encuentra respuestas a los problemas actuales, entre otros motivos, porque ha saltado por los aires el tradicional equilibrio entre cristianos maronitas (son católicos y representan el grupo cristiano mayoritario) y musulmanes suníes. Los musulmanes chiíes, hasta hace cuarenta años, eran considerados una comunidad secundaria, pero hoy son decisivos. Su milicia, asociada a Irán, Hezbolá, ha tenido un papel importante en la guerra de Siria al lado de Assad (que sigue muy de cerca todo lo que ocurre en el Líbano). Son la única realidad armada, a parte del ejército. La economía está en bancarrota. Falta de todo. No hay carburante, ni energía eléctrica: el país está a oscuras. No logra formar un nuevo Gobierno, mientras que el presidente Aoun, de 87 años, maronita, elegido en 2016, aliado de los chiíes, parece aspirar a un nuevo mandato. Ya no se puede hablar de conflicto entre comunidades religiosas –cristianos y musulmanes– sino de lucha entre clanes políticos y familiares que contaminan la política. En el país de los cedros, no hay sentido del bien común y del interés nacional. Hay protestas entre la gente, sobre todo entre los jóvenes, por la crisis económica y la devaluación de la moneda. Este mundo no está representado por los partidos tradicionales. Occidente, para ayudar,  pide un Gobierno estable y reformas, mientras que se opone al papel que desempeña Hezbolá. El papa Francisco hace poco reunió en Roma a los líderes cristianos y lanzó un mensaje para que el mundo no olvide al Líbano, y también para que los libaneses se unan: «En la noche de la crisis hay que estar unido». La unidad es decisiva en un país disgregado: «Juntos, a través de la honestidad del diálogo y la sinceridad de las intenciones, se puede llevar luz a las zonas oscuras».

Andrea Riccardi

Artículo original (IT) en www.riccardiandrea.it