La crisis que ha desencadenado la pandemia no ha tenido las mismas consecuencias para todos. Existe un grupo de personas que ha sufrido más en número de víctimas y en aislamiento: los ancianos.
Un "planeta" que tiene la edad en común pero que invade, de manera democrática, todos los estratos sociales. Ha sido un drama dentro del drama del coronavirus en el norte del mundo y en Italia, donde –según el Istat– hasta el 85 por ciento de los muertos por efecto del covid-19 se han dado en la población mayor de setenta años. Es un dato que impresiona, junto a otro que aporta el Instituto superior de Sanidad, que apunta al número elevadísimo de muertos entre los ancianos institucionalizados en las RSA (residencias sanitarias asistenciales) y en las casas de reposo, el doble respecto de los que vivían en su casa.
Lo que ha ocurrido no puede dejarnos indiferentes ni a la espera de nuevos acontecimientos. Hay que actuar ahora que nuestro país ha comprendido la dimensión de la pandemia y está más equipado para hacer frente a posibles nuevas emergencias sanitarias. Ahora que las heridas de esta masacre moderna de inocentes aún están abiertas y han dejado huella en muchas familias es el momento de replantearnos nuestra sociedad con una nueva solidaridad intergeneracional y nuevos modelos de asistencia y cuidados para los más vulnerables. Por este y otros motivos, el pasado 20 de mayo la Comunidad de Sant’Egidio impulsó un llamamiento internacional –que empezó su difusión a través de las páginas de este periódico– que ya ha recogido decenas de miles de firmas, entre las que destacan ilustres representantes de las instituciones y del mundo de la cultura.
"Sin ancianos no hay futuro. Para rehumanizar nuestras sociedades, no a una sanidad selectiva" es un manifiesto para empezar de nuevo, tras la crisis, con una visión distinta de Europa, una visión en la que los ancianos ya no sean considerados, como dijo el papa Francisco el pasado 29 de junio, "material de desecho". Muchos ya son ancianos –y todos esperan llegar a la edad anciana en un futuro– y, por tanto, necesitan relaciones humanas y de cercanía, como ocurre en las demás fases de la vida. Ha habido otro virus –el de la soledad– que ha aumentado la mortalidad entre los ancianos o, en cualquier caso, ha hecho más difícil cuidarlos. Para ese virus ya disponemos de una vacuna eficaz: la atención que todos nosotros y las instituciones deberíamos tener hacia los ciudadanos más frágiles.
El llamamiento tiene por objetivo mantener alta esta atención. En primer lugar, evitando que se vuelva a proponer en un futuro el inaceptable dilema de "tener que" elegir a quién curar porque es contrario a cualquier principio humano y constitucional, y a la Declaración universal de los derechos humanos: "Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona". En segundo lugar, el manifiesto promueve un replanteamiento radical de nuestros sistemas sanitarios que se base en la prevalencia de la atención sanitaria a domicilio junto a la construcción de redes de proximidad alrededor de los ancianos, empezando por las personas de su entorno en el día a día, hasta el seguimiento activo de las personas que viven solas.
Las instituciones deberían favorecer nuevas soluciones ya experimentadas con éxito por Sant’Egidio –como la covivienda y los pisos tutelados– que permiten evitar la institucionalización y seguir viviendo en una casa, con todas las ventajas que comporta, a una edad avanzada e incluso con patologías graves. La crisis vivida puede ayudar a hacer realidad un cambio innovador que daría mayor protección a los ancianos y, al mismo tiempo, reduciría el gasto sanitario. Pero es necesario actuar rápido, antes de que un tema tan importante para la sociedad vuelva de nuevo –y culpablemente– a segundo plano.
Decía el cardenal Martini en 1990: "La dignidad de la vida que ofrecemos a los ancianos da la medida del perfil ético de una sociedad y de Europa: es una prueba que pone de manifiesto el nivel ético de la convivencia humana". Son palabras que no son solo actuales, treinta años después, sino que de algún modo eran proféticas porque nos mostraban el camino a recorrer si queremos que nuestras sociedades conserven aquel poso de civilización y de humanismo sin el que no existiría nuestro continente tal como lo conocemos, es decir, solidario con todos sus ciudadanos, sin exclusiones.
[Marco Impagliazzo]
Traducción a cargo de la redacción