Hoy, 24 de marzo, se cumplen 40 años del asesinato de monseñor Óscar Arnulfo Romero, obispo de un pequeño país de América Central, El Salvador, que fue asesinado en el altar mientras celebraba la misa porque defendía a los pobres. Su pueblo era oprimido por el poder opresivo de pocas familias. Él quiso defenderles. No tenía armas ni nada más. Solo tenía la palabra. Con la palabra habló. Lo asesinaron pensando que así callarían su voz.
La Comunidad de Sant’Egidio ya en los años ochenta comprendió la fuerza de aquel mensaje. Monseñor Romero es el primer mártir, podríamos decir, del Concilio Vaticano II, el mártir de una Iglesia pobre para los pobres, con las manos vacías, con la fuerza del Evangelio y de la Palabra.
Nosotros creemos que es un testimonio extraordinario. Hoy, tras mucho tiempo, la Iglesia lo ha proclamado santo. Para toda la Iglesia, y aún diría más, para toda la familia humana.
Creo que su mensaje es este. Lo dijo él mismo, predicando ante un sacerdote suyo que había sido asesinado por los escuadrones de la muerte. Dijo: "El Concilio Vaticano II nos pide a todos que seamos mártires, es decir, que demos nuestra vida por el Evangelio y por los pobres". Es un mensaje que sigue siendo válido hoy. Añadió: "A este sacerdote se le ha pedido el testimonio hasta la sangre, pero a todos nosotros se nos pide que demos nuestra vida". En un mundo lleno de conflictos, lleno de violencia, en un mundo individualista y narcisista, esta palabra de Romero resuena como una luz que brilla en la noche de la tristeza, de la infelicidad, del amor por uno mismo y es una estrella que podemos mirar y también seguir.
