Padre Santo,
Gracias por su presencia entre nosotros. Para los cincuenta años de la Comunidad –como usted sabe– hemos preferido no mirar atrás de manera celebrativa o para disfrutar algunos éxitos, sino mirar hacia adelante. No se trata de hacer proyectos que la historia a veces se lleva por delante. Se trata más bien de ver quién viene a nosotros, quién necesita ayuda hoy, cuáles son las preguntas abiertas. Es decir, de dónde vienen la vida y la historia.
El tiempo ha cambiado desde el 68 y desde nuestro origen. Mundos enteros han desaparecido, como los regímenes del este y las fuerzas de la utopía revolucionaria; los nuevos mundos del sur han perdido la esperanza de ser nuevos y han vivido la guerra. Todo se ha globalizado y se ha convertido en un gran mercado. Pero parece que poco ha cambiado en los poderes que rigen la historia, como el dinero, que usted ha recordado en varias ocasiones. ¿Es imposible cambiar el mundo hoy?
Se dice que el tiempo global es demasiado complicado. En primer lugar, hay que sobrevivir: defenderse de los demás, de los pobres. Es la lógica de pensar en uno mismo: va del egocentrismo personal al egoísmo nacional. Cada país debe cerrarse y salvarse de la marea del mundo.
Nos sentimos víctimas y tenemos miedo. Estamos en una época de rabia por todas partes: contra los demás, los que son diferentes, los pobres, los presuntos enemigos. Época dolorosa, donde hay violencia y guerra sin fin: en Siria o en Sudán del Sur. Y la violencia está agazapada a la puerta de todas las sociedades. La tentación es el pesimismo que favorece cerrarse o ser perezoso. Pero ¿cómo pueden ser pesimistas los amigos de aquel que resucitó?
San Agustín afirma: «Y ustedes dicen: son tiempos difíciles... Vivan bien y, con una buena vida, cambien los tiempos: cambien los tiempos y no tendrán de qué lamentarse» (Sermón 311,8). Nosotros conservamos del 68 y las proximidades la convicción de que todo puede cambiar y que depende también de nosotros. El Concilio nos ofreció la Palabra de Dios, que ilumina los corazones, las mentes, la calle, mientras que aumenta la fe. Incluso cuando hay oscuridad. ¡Se puede avanzar incluso en la oscuridad!
Esto nos salva de la deferencia que nos hace pequeños y asustados, avaros, clericales y conservadores. Judit, la mujer que con su belleza hizo flaquear al arrogante, enseñaba: «quien respeta al Señor será grande para siempre» (16,16). Grande: es aceptar el desafío de hacer que el mundo sea mejor. Con las manos vacías y con la palabra. Las herramientas del Evangelio son las mejores: «Entonces clamaron mis humildes –dice Judit–..., clamaron mis débiles, y ellos quedaron aterrados” (ivi, 11). Es la fuerza de los humildes y de los pobres.
Quisiera decir –no por hacerle un cumplido sino para decir la verdad– que desde que con la Evangelii Gaudium, usted propuso salir a la calle, fuera de las instituciones, de las sacristías, de los planos pastorales, de la autorreferencialidad, del egocentrismo, de nuestra pureza, un pueblo grande se ha puesto en camino. Se ve a mucha gente que tiene ganas de hacer el bien, hay recursos y energías, no solo rabia sino mucho amor. Y eso da esperanza y alegría.
En esa perspectiva, Sant’Egidio no se siente una comunidad de perfectos (¿cómo podríamos sentirnos así?), sino una comunidad de pueblo, tal vez pequeña pero sin límites, porque participa en los dolores cercanos y en los lejanos. La rabia y el egocentrismo se curan, si vamos hacia los demás con simpatía, si damos razón de la esperanza y ayudamos a la gente a encontrarse con los pobres, que son verdaderos maestros de verdades de la vida. Esta es la alegría del Evangelio que sentimos.
La época de la rabia puede convertirse en época de la fraternidad y del espíritu. Usted en Asís, en 2016, dijo: «Nosotros creemos en un mundo fraterno y mantenemos la esperanza en un mundo fraterno». Es un sueño simple pero decisivo. Añadió: «Nuestro futuro es convivir. Por eso estamos llamados a librarnos de los pesados fardos de la desconfianza, de los fundamentalismos y del odio». No es un programa imposible. Al contrario, es algo que pide el gemido de los pobres, de los pueblos y de la tierra. Nuestra oración se sintoniza con estos gemidos, aquí en esta basílica y en todos los lugares donde estamos.
Vivir juntos por un mundo fraterno, entre pueblos, en las periferias y en la ciudad, es una revolución posible, si nuestro punto de partida es el corazón y el Evangelio. Decía el amigo Olivier Clément, teólogo ortodoxo: «las únicas revoluciones creadoras de la historia nacieron de la transformación de los corazones». La Iglesia, madre de esperanza, nos sostiene. Y también usted, Padre Santo, con su palabra desde hace cinco años. Cristo que, desde lo más alto del mosaico, nos mira con ojos tiernos y abraza a su Madre, lo hace posible. ¡Gracias!.
al papa Francisco, en su visita por el 50 aniversario de Sant’Egidio