El deber de recordar el dolor de Auschwitz

Artículo de Marco Impagliazzo para el día de conmemoración en recuerdo de las víctimas del Holocausto, 80 años después de la liberación del campo de exterminio

El 27 de enero de 1945 el ejército soviético, que estaba avanzando hacia el corazón de Alemania, entró en un complejo formado por barracas con una línea de tren que terminaba en su interior tras cruzar una torre de guardia. Las avanzadillas del Ejército Rojo al principio no comprendían de qué se trataba. Pensaban que era una caserna abandonada. Pero era Auschwitz: el mayor campo del universo de concentración nazi, formado por el complejo de Auschwitz I, donde se había construido una primera cámara de gas rudimentaria, y Auschwitz II, o Birkenau, donde funcionaban los equipos de exterminio, es decir, los hornos crematorios.
Lo que ocurría en su interior era una atroz «geografía del dolor» que hay que rememorar en este 80 aniversario de la liberación de Auschwitz. Los campos de exterminio no eran solo lugares de represión y de eliminación de los adversarios políticos y de los Untermenschen, los “sub-hombres”, como los judíos y los gitanos. Representaban algo más: el modelo de sociedad que el nazismo quería construir, lugares donde la raza aria, representada por las SS, tenía un poder incontestado sobre las razas consideradas inferiores, obligadas a vivir, hasta el extremo de las fuerzas y hasta la muerte, sometidas al insensato y homicida proyecto de dominio de la humanidad.  Esta ideología feroz no nació de mentes enfermas ni es el fruto de una locura colectiva. Es el resultado de un clima cuyo primer capítulo fue el surgimiento del fascismo italiano, acompañado de una crítica radical a la democracia y a sus estructuras, empezando por el parlamento. Una «brutalización de la política», como la definió George Mosse, es decir, el uso de la violencia a través de grupos paramilitares que actuaban con la cobertura de partidos, como los escuadristas italianos o los camisas pardas nazis.
A esta mezcla letal se le unieron el racismo y el antisemitismo como narraciones simplistas de los cambios radicales de aquellos años: la guerra, la revolución bolchevique de 1917 y la gran crisis económica de 1929 se veían como el fruto de la subversión y de la voluntad de dominio de los judíos, una paranoia complotista que aún sigue muy presente en las redes sociales.
Estas son sus premisas. Pero hay que decir que existe un nexo claro entre genocidio y guerra. Pensemos en el exterminio de los armenios y de los cristianos en el Imperio otomano durante la Gran Guerra, en la Shoá (el Holocausto) durante la Segunda Guerra Mundial, en el genocidio de los tutsis de Ruanda o en las políticas de limpieza étnica de Yugoslavia en los años noventa del siglo XX. La guerra es una ruptura de la vida social que abre las puertas a todo tipo de horrores. En la guerra todo está permitido. No es casual que los testimonios de la Shoá, como Liliana Segre o Edith Bruck, hayan manifestado su preocupación por el surgimiento en estos años de nuevos y amenazadores conflictos en Europa y Oriente Medio.
Después de la guerra otro elemento caracteriza los contextos en los que se producen genocidios: la crisis de los regímenes democráticos y la instauración de regímenes fuertes, cuando no de auténticas dictaduras. Hoy –más que en el pasado– existe el peligro de aceptar la idea de que hay un fascismo bueno, el anterior a 1938, antes de las leyes raciales, y un fascismo malo, el antisemita. Pero el problema no es solo 1938; el problema es 1922, a saber, el inicio del poder fascista con la marcha sobre Roma.
Cuando mueren la democracia y el respeto por las minorías, todo es posible. Por eso el antifascismo es un elemento fundamental de nuestra democracia y quien ocupa cargos de responsabilidad política no puede dejar de profesarlo abierta y orgullosamente. Liliana Segre últimamente ha expresado su temor de que la Shoá pueda quedar relegada a «una línea de los libros de historia, y luego, ni siquiera eso». Son temores fundados. Cada vez quedan menos testigos y por eso es responsabilidad nuestra recordar y hacer comprender que aquel recuerdo nos afecta a todos: el odio y la violencia, cuando se desatan, tienen vida propia, no se pueden controlar y afectan a cualquiera porque existe un destino común que aquellos que levantan muros o dividen a la humanidad en razas no reconocen.
Hace falta un nuevo pacto entre generaciones para que no vuelvan a reproducirse las premisas de lo que ocurrió en la primera mitad del siglo XX. Como dijo el papa Francisco, “recordar es una expresión de humanidad, recordar es signo de civilización, recordar es condición para un futuro mejor de paz y fraternidad”. Un futuro distinto en el que ya nadie sea Caín para su hermano, en el que los judíos puedan vivir personalmente y como pueblo de manera segura, en el que todos tengan garantizada la dignidad –pensemos hoy en el pueblo palestino–, en el que el no al antisemitirmo, a la guerra, al fascismo y al odio sean bien claros. Es un compromiso que hay que adquirir y transmitir a las generaciones venideras.

24 de enero de 2025

[Marco Impagliazzo]

[Traducción de la redacción]