En Estados Unidos y en muchas otras partes del mundo crece un extenso movimiento popular que le pide al presidente Biden, que ejercerá como tal hasta el próximo 20 de enero, que conmute las cuarenta sentencias capitales del brazo de la muerte de las cárceles federales de Estados Unidos antes de abandonar el cargo. Recientemente Elena Molinari ha publicado en el periódico Avvenire el resultado de un sondeo que demuestra que en Estados Unidos los ciudadanos se están distanciando de la pena capital. Mucha gente ha pedido a Biden que conmute estas cuarenta condenas. Lo han hecho los obispos de EEUU y organizaciones católicas y no católicas que llevan años pidiendo la abolición de esta pena en el país norteamericano.
Quienes, dentro y fuera de las fronteras norteamericanas, luchan contra esta pena recuerdan con dolor las trece ejecuciones federales que hubo en seis meses (más de las que se habían producido en un siglo y medio de historia estadounidense) al término de la anterior administración Trump. Hoy Biden tiene la posibilidad de invertir aquella trágica decisión de su antecesor (y ahora sucesor). Ni siquiera necesita la aprobación del Congreso para hacer historia con este gesto valiente y necesario.
Un presidente católico como Biden sabe que la pena de muerte va contra las enseñanzas del catecismo de la Iglesia católica, que fue revisado en 2018 por el papa Francisco precisamente para modificar este punto con palabras inequívocas: «La pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona».
En Estados Unidos más de la mitad de todas las ejecuciones tienen lugar en dos Estados: Texas y Florida. En Texas, el 50 por ciento se producen en tan solo dos de los 254 condados. Innocence Project ha demostrado que en Estados Unidos al menos 1 de cada 15 casos de crímenes muy graves afecta a un inocente, y en siete 7 de cada 101 veces se identifica erróneamente al culpable en base a testigos oculares, y en 1 de cada 5 casos se obtuvieron confesiones bajo tortura y presión psicológica.
En el reciente congreso No justice without life que Sant’Egidio organizó en Roma con ministros de justicia de varios países del mundo se reflexionó sobre el tema de una justicia que no respeta la vida. En aquella ocasión Mario Marazzitti dijo: «No existe el sistema judicial perfecto. Nunca se puede quitar lo que no se puede devolver: la vida. La ausencia de pena capital es una manera de que los sistemas judiciales se defiendan de ellos mismos, porque se trata de la forma más extrema de destrucción de la cultura de la vida, y porque aglutina todos los puntos débiles de los sistemas judiciales. Es la negación del poder rehabilitador de la pena y de la sanción, se convierte en una tentación reduccionista de los sistemas carcelarios y judiciales, niega de raíz la razón misma de existir de las leyes: defender la sociedad y la vida. Incluida la vida de quien comete errores».
Un sistema judicial que aplica la pena de muerte, aunque lo haga basándose en la opinión pública, siempre se niega a sí mismo desde la raíz.
La vida humana no está a disposición de un Estado porque no hay justicia sin vida. La vida debe ser respetada en todas sus formas; la vida del condenado también tiene un valor. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar cuánta vida le queda y cuánto vale? No se puede amar la muerte hasta el punto de pensar que la pena capital es una medicina para la sociedad violenta. La pena capital no es una medicina sino todo lo contrario: un veneno. Hay que buscar su antídoto con un esfuerzo conjunto de instituciones y sociedad civil. Un país que es capaz de abolir el uso de la pena capital es un país que no pone límites el futuro, que da a sus ciudadanos una señal de esperanza: no hay nada que esté ya escrito o que sea irreversible. Estar en contra de la pena de muerte es una manera de vigilar continuamente nuestro pensamiento y nuestra sociedad, una manera de evitar el sonambulismo que lleva al desinterés por la vida de los demás o, incluso, a negar un posible cambio.
En un tiempo de fuertes ataques a la legitimación de la ONU y a las constituciones de los Estados democráticos, la conmutación del presidente Biden demostraría que una justicia capaz de respetar siempre la vida es un freno a la cultura de la muerte, la misma que admite como inevitable el asesinato de civiles y de niños en las guerras: un baluarte de civilización frente a la práctica simplificada y generalizada de la violencia.
[Marco Impagliazzo]
[Traducción de la redacción]