Muchas cosas cambian con el Vaticano II. La palabra historia, prácticamente ausente en el magisterio anterior, se cita 63 veces: es la idea de un cristianismo que está en la historia.
El papa Francisco ha publicado una carta sobre la renovación del estudio de la historia de la Iglesia que ha provocado sorpresa. Durante mucho tiempo, no hubo gran amistad entre Iglesia e historia. Es extraño porque, como escribía Marc Bloch, el cristianismo es una religión histórica porque parte de los textos sagrados. A principios del siglo XX estalló la crisis modernista, que arrojaba dudas sobre la historia y el método histórico, considerados como un intento de rebajar la fe a un producto meramente humano. Aquella crisis extendió su sombra a lo largo de varias décadas. El líder de los antimodernistas, monseñor Benigni, dijo al joven Ernesto Buonaiuti, lleno de entusiasmo por la historia y el progreso: «¿Creéis vosotros que los hombres son capaces de hacer algún bien en el mundo? La historia es una continua y desesperada arcada, y a esta humanidad no le hace falta nada más que la Inquisición».
Son posiciones extremas. En la Iglesia siempre ha habido historiadores. Aun así, persistía una sospecha, que se convirtió en desinterés. En 1954 Pío XII, hablando a los historiadores, afirmaba: «La Iglesia católica es en sí misma un hecho histórico». A pesar de las grandes afirmaciones, sigue habiendo desconfianza, explicable, entre otros motivos, porque el método histórico puso de manifiesto contradicciones y puntos débiles. Historia, al fin y al cabo, significaba caducidad respecto a la verdad. Era mejor cerrarse al debate científico, no practicar el estudio de la historia corriente, de los pueblos y de las religiones.
El cardenal Biffi, a finales del siglo XX, decía: «Sin los ojos de la fe, no se ve a la Iglesia...». Las cosas habían cambiado con el Vaticano II. No hay más que pensar en la palabra historia, prácticamente ausente en el magisterio anterior, se cita 63 veces: es la idea de un cristianismo que está en la historia. Estas posiciones habrían podido llevar a una nueva «amistad» entre Iglesia e historia: un «cristianismo que está en la historia». Sí, porque como escribía el historiador Marrou, «conocer históricamente es comprender», algo importante para una Iglesia que quiere leer los signos de los tiempos. No obstante, a nivel de institutos de formación para el clero, la dimensión histórica ha pasado de largo, mientras que la filosofía se ha mantenido como la otra gran disciplina dominante, junto a la teología. Eso comporta inevitablemente cerrarse en una posición ahistórica, sobre todo en el laberinto de la comprensión global.
Francisco, en cambio, insiste en que «la historia de la Iglesia nos ayuda a mirar la Iglesia real». Por eso es necesario formarse en «una sensibilidad histórica real». Pero la historia, dice también, debe librarse de una posición «servil» ante la teología. El Papa, de hecho, ya había denunciado en la Fratelli tutti la «pérdida de sentido de la historia»: «Se advierte la penetración cultural de una especie de “deconstruccionismo”, donde la libertad humana pretende construirlo todo desde cero. Deja en pie únicamente la necesidad de consumir sin límites y la acentuación de muchas formas de individualismo sin contenidos». Las mujeres y los hombres globales están desorientados, decía Todorov, y sobre todo son hijos del vacío. Para el Papa no se trata de libertad sino de sometimiento a procesos manipuladores: «Nadie puede saber verdaderamente quién es y qué pretende ser mañana sin nutrir el vínculo...» con una comunidad y con la historia.
La reflexión de Francisco da un nuevo impulso a la sensibilidad histórica en la Iglesia y manifiesta una preocupación global, la preocupación por un mundo sin historia. Esta implica, por una parte, negarla, y por otra parte, manipularla para alimentar los conflictos. La crisis de la historia forma parte de un proceso más amplio de desculturización que afecta enormemente a las religiones. Sobresalen las religiones de la emoción, las de la teología de la prosperidad, del neoprotestantismo o del neopentecostalismo, asociadas a lo instantáneo, al individuo, al milagro. La Carta de Francisco no es solo un programa de reanudación de estudios históricos (destaca la necesidad de recuperar el recuerdo de los humildes y de los mártires) sino también la expresión de anclar la conciencia religiosa a un robusto sentido histórico que deberá influir la formación del personal eclesiástico.
Es una operación compleja, que chocará con resistencias e inercias, pero es un cambio cultural y de planteamiento ante las personas y los pueblos. Escribe acertadamente un gran historiador laico, Adriano Prosperi: «Solo la certeza de que venimos de lejos nos puede hacer mirar hacia adelante». Es una aguda observación que, a su manera, el Papa parece compartir cuando escribe: «Sin memoria nunca se avanza».
[Andrea Riccardi]
[Traducción de la redacción]