En Europa estos días nos estamos preocupando, con razón, de cómo y cuándo se gastarán los fondos del PNRR. Pero en una gran parte del mundo, como en África, hay gente que no tiene la suerte de recibir ayuda de tal calibre, pensada como resiliencia de la grave crisis económica que desencadenó primero la pandemia y luego la guerra de Ucrania. Estos dos acontecimientos han empeorado rápidamente las condiciones de vida de todos, pero también han hecho crecer con una increíble rapidez las desigualdades entre los (cada vez más) ricos y los (cada vez más) pobres. Entre el Norte y el Sur del mundo y en el interior de los mismos países.
Sin duda, las formas que hoy asumen las desigualdades presentan una complejidad sin precedentes y afectan a grupos distintos; afectan a las rentas y a la riqueza, al empleo y a las clases, al género y al origen étnico, a la educación y a las condiciones sociales, a la capacidad y a los comportamientos individuales. Pero afectan sobre todo a un continente, África, cuyo Día Mundial se celebró el pasado día 25 en conmemoración de la fundación de la Organización para la Unidad Africana.
Para comprender el peso que ha tenido la pandemia, solo hay que pensar que posiblemente ha borrado muchos de los beneficios que los países en vías de desarrollo habían obtenido en los últimos veinticinco años y ―según el World Inequality Report― no hay duda de que ha comportado el incremento "más rápido jamás visto en el nivel de riqueza de los milmillonarios del mundo".
Al inicio no pareció que tuviera que ser así. A finales de abril de 2020, los países de rentas bajas y medias (el 84% de la población mundial) habían sufrido solo el 14% de las muertes por covid19. En cambio, en la fase posterior de la pandemia el coronavirus tuvo una fuerte penetración, lenta pero uniforme, en todo el sur de Asia, en América Latina y en África. La densidad de población en los lugares de trabajo y en las viviendas junto a las mediocres condiciones higiénicas fueron una mezcla altamente inflamable. En muchos países en vías de desarrollo amplias franjas de la población apenas ganan lo mínimo para alimentar a sus familias. Por eso los gobiernos debían resolver un dilema: si bloqueaban la economía la gente moriría de hambre; si la dejaban abierta el virus se difundiría.
Por más que tuviera la intención de salvar vidas, el cierre de casi todas las actividades llevó al colapso económico, que por su parte, paradójicamente, exacerbó los problemas sanitarios, el hambre y la depresión. Tras la parálisis llegó la inevitable crisis de la deuda. En los países ricos los graves perjuicios se han visto mitigados por un abundante gasto estatal. Pero a los países pobres, que ya estaban fuertemente endeudados, las cosas han ido mucho peor: en los primeros meses de la pandemia huyeron de los mercados emergentes más de cien mil millones de dólares.
Sin duda, las formas que hoy asumen las desigualdades presentan una complejidad sin precedentes y afectan a grupos distintos; afectan a las rentas y a la riqueza, al empleo y a las clases, al género y al origen étnico, a la educación y a las condiciones sociales, a la capacidad y a los comportamientos individuales. Pero afectan sobre todo a un continente, África, cuyo Día Mundial se celebró el pasado día 25 en conmemoración de la fundación de la Organización para la Unidad Africana.
Para comprender el peso que ha tenido la pandemia, solo hay que pensar que posiblemente ha borrado muchos de los beneficios que los países en vías de desarrollo habían obtenido en los últimos veinticinco años y ―según el World Inequality Report― no hay duda de que ha comportado el incremento "más rápido jamás visto en el nivel de riqueza de los milmillonarios del mundo".
Al inicio no pareció que tuviera que ser así. A finales de abril de 2020, los países de rentas bajas y medias (el 84% de la población mundial) habían sufrido solo el 14% de las muertes por covid19. En cambio, en la fase posterior de la pandemia el coronavirus tuvo una fuerte penetración, lenta pero uniforme, en todo el sur de Asia, en América Latina y en África. La densidad de población en los lugares de trabajo y en las viviendas junto a las mediocres condiciones higiénicas fueron una mezcla altamente inflamable. En muchos países en vías de desarrollo amplias franjas de la población apenas ganan lo mínimo para alimentar a sus familias. Por eso los gobiernos debían resolver un dilema: si bloqueaban la economía la gente moriría de hambre; si la dejaban abierta el virus se difundiría.
Por más que tuviera la intención de salvar vidas, el cierre de casi todas las actividades llevó al colapso económico, que por su parte, paradójicamente, exacerbó los problemas sanitarios, el hambre y la depresión. Tras la parálisis llegó la inevitable crisis de la deuda. En los países ricos los graves perjuicios se han visto mitigados por un abundante gasto estatal. Pero a los países pobres, que ya estaban fuertemente endeudados, las cosas han ido mucho peor: en los primeros meses de la pandemia huyeron de los mercados emergentes más de cien mil millones de dólares.
Para mantener a flote su economía estos países se han endeudado en dólares con altos índices de interés, que deberán devolver con monedas que se deprecian rápidamente. Con la pandemia, el trabajo de décadas se ha ido al traste en pocos meses. Varios estudios calculan que entre 70 y 430 millones de personas caerán en la pobreza extrema en los próximos años. Así, la desigualdad más esencial, la que hay entre los más ricos y los más pobres del planeta, ha vuelto a crecer a un ritmo sostenido.
Y ahora, la guerra. Las consecuencias del conflicto ucraniano, especialmente en África, son devastadoras. "Basta" de este conflicto, parece que digan los africanos, porque la guerra provoca el aumento de precios de la energía y de los bienes de primera necesidad, empezando por los alimentos. Vista desde África, la guerra de Ucrania es un doble desastre y un peso a menudo insoportable, como para los países ya afectados por la sequía o por crisis internas. Un proverbio africano reza: "Cuando los elefantes luchan, quien sufre es la hierba".
Los africanos saben que si los acuerdos de París sobre el calentamiento global ―que es responsabilidad de África en un ridículo tres por ciento― no se aplican, a causa de las exigencias bélicas, su continente será el primero en sufrir las consecuencias. Y las desigualdades serán un multiplicador de la emergencia medioambiental. La tercera guerra a trozos afecta dramáticamente a África, no solo porque en parte se libra en su territorio, sino también por las repercusiones de la crisis mundial en la fragilidad de sus economías.
Y ahora, la guerra. Las consecuencias del conflicto ucraniano, especialmente en África, son devastadoras. "Basta" de este conflicto, parece que digan los africanos, porque la guerra provoca el aumento de precios de la energía y de los bienes de primera necesidad, empezando por los alimentos. Vista desde África, la guerra de Ucrania es un doble desastre y un peso a menudo insoportable, como para los países ya afectados por la sequía o por crisis internas. Un proverbio africano reza: "Cuando los elefantes luchan, quien sufre es la hierba".
Los africanos saben que si los acuerdos de París sobre el calentamiento global ―que es responsabilidad de África en un ridículo tres por ciento― no se aplican, a causa de las exigencias bélicas, su continente será el primero en sufrir las consecuencias. Y las desigualdades serán un multiplicador de la emergencia medioambiental. La tercera guerra a trozos afecta dramáticamente a África, no solo porque en parte se libra en su territorio, sino también por las repercusiones de la crisis mundial en la fragilidad de sus economías.
[Marco Impagliazzo]
3 de junio de 2023
[Traducción de la redacción]