Las tragedias en alta mar son todas terribles, pero no todas son iguales. Las de estos días, con la muerte de algunos niños y sus padres por hambre y sed, son muestra de la tortura sufrida por víctimas inocentes, de situaciones insostenibles que las obligan a huir de su país: guerras, desastres ambientales, terrorismo y la negación de un futuro vivible. La situación es cada vez peor porque los viajes son cada vez más difíciles y arriesgados, las rutas son más largas y complicadas para intentar sobrevivir. La ruta que obliga a los migrantes que salen del Líbano a ir hacia la muy lejana Italia, porque las fronteras europeas que tienen más cerca están cerradas, es inaceptable.
Europa no puede dar la espalda a los migrantes que mueren de hambre y sed, no puede cerrar los ojos y aceptar estos acontecimientos como algo normal, como el precio que hay que pagar para seguir engañándonos a nosotros mismos pensando que no es problema nuestro. Hay que actuar con urgencia: en primer lugar, hay que salvar a las personas en el mar, sin acusaciones entre estados sobre el control de las aguas territoriales. Pero también hay que encontrar soluciones, como los corredores humanitarios (que combinan la acogida y la integración), cuotas de reasentamiento para los solicitantes de asilo y las entradas regulares por motivos laborales (que la economía italiana necesita desesperadamente). Quedarse mirando no solo es culpable, sino que perjudica a todos porque devora el futuro de nuestro continente, que creemos que puede y debe encontrar las energías para reaccionar ante tanta inhumanidad.