Los enemigos del diálogo dicen siempre lo mismo: no te puedes fiar del otro. Para confirmar su postura arremeten contra la reputación de su presunto enemigo
Después de los atentados de París, Niza y Viena nos preguntamos: ¿lo que ocurre entre Occidente y el islam, si no es una guerra propiamente dicha, que realmente pocos desean, no será, como afirman varios actores, una guerra cultural? Conocemos bien ese tipo de conflictos. También hemos visto luchas que pretenden conquistar el espíritu de los demás, someter o aterrorizar el alma de un país, así como manipulaciones entre cultura e identidad. Agitprop, Kulturkampf, culturas degeneradas: todos los regímenes de Europa han experimentado la guerra psicológica y de propaganda, en la que los nazis y los soviéticos demostraron ser insuperables. Aún hoy en Estados Unidos se habla de guerra cultural en el cuerpo político del país, cada vez más dividido.
La percepción de la historia
En el caso del enfrentamiento con el islam, pesa una cierta lectura de la historia: su conquista demasiado rápida, las cruzadas, el imperio Otomano y el colonialismo. Parece el enemigo de siempre, el enemigo perfecto. Toma forma una percepción difusa: después de más de mil años de enfrentamientos, ahora un Occidente en declive está cediendo, y se rinde a una cultura religiosa más vital y agresiva. Por consiguiente, ser excesivamente acomodaticio con el islam se considera una especie de traición a uno mismo. Hay quien afirma que la vergüenza y el odio que Europa siente por sí misma a causa de su pasado ha deshecho sus costuras, tal como demuestra la cancel culture. Algunos sostienen que debería revisarse la historia de su dominio colonial y cultural sobre el mundo para disolverla en una mezcla en la que todas las culturas, también las subordinadas, estén en pie de igualdad. De ahí surgen los subaltern studies (definición que debemos a Gramsci) en las universidades anglosajonas, que en ámbito francófono se denominan estudios poscoloniales. Se trata de una acción de "recuperación" en el plano histórico y cultural, un esfuerzo de world history que no esté centrada en Occidente, y básicamente pacífico. Por rebote, ello se traduce para los europeos en un etéreo síndrome de declive, como si se retiraran de la historia, o en una idea de renuncia de sus responsabilidades. Su ambición de conquistar el mundo ha menguado en favor de una actitud de repliegue. La derecha cultural y política se alimenta de ese impulso.
Niza y Viena
Pero todo asume un aspecto distinto cuando se trata de islamismo radical que no le reconoce a Occidente el derecho a retirarse de manera silenciosa y acomodaticia: llega hasta las puertas de casa, convierte a los jóvenes occidentales, provoca y mata, como en Niza o en Viena. Para esa versión del islam, "cultura" y "valores" se convierten en armas mortíferas. Ese impulso viene de una narración revanchista de retorsión antioccidental. La batalla es también mental y empieza presentando al adversario como moralmente indigno: un clásico de táctica política. Por otra parte, afirman los islamistas, ¿no se atribuyó Occidente el derecho de civilizar con la fuerza? Brahim Aoussaoui, tunecino hijo del vacío y de una sociedad en crisis, absorbió dicha propaganda ahistórica. Acababa de llegar a Europa y ya la odiaba, subyugado por resentimientos largamente incubados. De hecho, atacó una iglesia que para nuestra cultura secularizada es poco importante pero para él representa a "los cruzados". Brahim odia un mundo que no entiende. Hay otro hecho a tener en cuenta: en Hermanos todos el papa Francisco cita al gran imán de la universidad de al Azhar, Ahmad al-Tayyeb. Se trata de un acontecimiento histórico: es la primera vez que un papa cita a un imán en una encíclica. No hay que restar importancia al impacto que eso produce en el mundo islámico, incluido el retroceso entre los extremistas. Luego están los acuerdos entre estados árabes e Israel. En un universo en crisis, como el islámico, esos gestos tienen un marcado efecto e indican un camino en medio del caos.
Cuestión de confianza
Los enemigos del diálogo dicen siempre lo mismo: no te puedes fiar del otro. Para confirmar su postura arremeten contra la reputación de un país o de una religión entera. Utilizan especularmente los mismos conceptos y se remiten a una invención mítica de la historia con una mirada pasadista. Y así llegamos al punto clave: ¿a qué responde, pues, dicha presunta guerra cultural? En realidad, a nada. Son invenciones, imágenes distorsionadas de un pasado ya acabado, fantasmas, hologramas de una historia que ya no existe y que tal vez nunca ha existido. En realidad, la historia, la verdadera, es más dura, angulosa, terrenal, concreta. La falsa guerra cultural actual se reduce a la emoción de un momento, a lo efímero, a lo evanescente. Para urdirla se enarbolan valores y principios en los que no se cree y que no se aplican, y que a veces son erróneos. Un punto clave es preservar la vida. Nunca hay que matar ni puede existir justificación alguna para hacerlo. La abolición de la pena de muerte en Europa lleva consigo este mensaje. Una actitud no retórica sino pragmática consistiría en trabajar para que los estados árabes y musulmanes eliminen la pena capital de sus legislaciones: sería un mensaje poderoso que deslegitimaría a los extremistas. Sabemos bien que hay quienes intenta movilizar un odio permanente creando siempre nuevos pretextos. Estos son el blanco de nuestra lucha común. Hoy el verdadero atenuante es no polarizar sino recomponer. Todo tejido humano, social o económico rasgado genera un caldo de cultivo propicio para el resentimiento social y para el odio entre estratos, pueblos y civilizaciones. Recomponer es el remedio sensato. Hoy, frente a la producción de odio cultural y religioso, la Iglesia católica es la realidad religiosa más importante que ha abanderado la iniciativa del diálogo con las otras religiones.
El encuentro de Sant'Egidio del 20 de octubre pasado en el Campidoglio entre los líderes de las grandes religiones mundiales, que contó con la presencia del papa Francisco, da fe de ello. El diálogo otorga un sentido positivo al pluralismo religioso existente. Mediante el diálogo podemos ser abiertos sin ser blandos, sin renegar de nosotros mismos. Esta es la respuesta a quien cree que, al menos, las guerras culturales son lícitas. Nunca lo son. En las sociedades democráticas el equilibrio entre comunidades visibles y ciudadanía universal siempre está en vilo, en evolución. En cuanto europeos rechazamos las doctrinas étnico-raciales, apreciamos la sociedad abierta y defendemos el pluralismo sin dejar de mantenernos firmes en nuestras raíces. Se trata de una combinación que debe perfeccionarse continuamente, ya que no hay futuro ni en la autoctonía ni en el desarraigo globalista. Lo que se puede hacer en la práctica es recuperar un principio antiguo y siempre nuevo, que nació en el seno del hebraísmo y el cristianismo asumió: el principio de la alianza. Los aliados, que son distintos y así se mantienen, saben convertirse en una misma cosa.
[Mario Giro]
Artículo aparecido en el periódico Domani
Traducción a cargo de la redacción