Reportaje: Contra la inercia del fracaso en Pan Bendito

En uno de los barrios más estigmatizados de Madrid, hay un espacio -diáfano, pulcro, luminoso- donde aprende una decena de niños. Acompaña a cada alumno un joven o adolescente. Una mesa con dos chavalas por profesora supone la excepción a esta regla de atención estrictamente individualizada. Es mediodía de un día de julio y la sesión alterna ejercicios de lectoescritura con dibujos y otras tareas más ligeras.
Todos los presentes llevan mascarilla y sufren su gestualidad cohibida. Pero en los ojos, en los ademanes, en la postura, se adivina complicidad. La concentración de los niños se pierde y se vuelve a encontrar. Una secuencia continua e imprevisible. Mientras, los profesores esperan serenos, no desesperan, idean recursos para que las frecuentes distracciones no arruinen el aprendizaje.
La Escuela de la Paz de la Comunidad de Sant´Egidio ocupa un local en Pan Bendito, una colonia en el madrileño distrito de Carabanchel. Allí viven muchas familias gitanas “de las de zapatilla, como dicen ellos”, aclara Carlos Busto, coordinador de la escuela. Un segmento de la población especialmente vulnerable, en el bucle de la marginalidad, donde campan el analfabetismo y la pobreza severa. Los últimos, como diría el sacerdote italiano Lorenzo Milani, referente pedagógico de esta y otras escuelas similares que la comunidad -cristiana pero conducida por laicos- tiene en más de 60 países. En la de Pan Bendito, la mayoría de alumnos son gitanos, aunque también acude algún payo y chicos nigerianos, latinos o ucranianos. El alumnado inmigrante copa casi todas las plazas en las otras dos escuelas de la paz que Sant´Egidio tiene abiertas en los céntricos barrios de Malasaña y Lavapiés.

Dan las 12:30 y la atmósfera de calma y estudio salta por los aires. Un niña de unos 9 o 10 años, enjuta y de mirada vivaracha, se arranca a taconear sobre una silla. Otros dos chicos algo mayores improvisan un partido de ping-pong con un balón Nivea. “¡A recoger!”, anuncia una joven. La mayoría obedece, alguno se hace el remolón, otra se rebela. A esta se le invita a sentarse un rato, apartada del grupo. “La premisa es generar relaciones de amistad, convertirnos en un modelo distinto a lo que suelen ver en el barrio”, explica Busto. “Pero hay que marcar límites, sobre todo con la violencia física o verbal. En ocasiones se manda al niño de vuelta a casa o se le prohibe venir algún día para que se lo piense”, añade.

Del respeto a la amistad

Cada voluntario/a (estudiantes de Bachillerato o universitarios) se ocupa de un máximo de tres alumnos. Normalmente se juntan alrededor de 10 jóvenes para 30 niños. Durante la visita, hay menos gente de lo habitual: las limitaciones de aforo han obligado a doblar turnos con el fin de que ningún chaval quede excluido.
Yaiza Rubio estudia Ingeniería Telemática y vive por la zona de Oporto, cercana a Pan Bendito aunque con un panorama sociocultural muy diferente. Hace cuatro años que regala tiempo y conocimiento en la escuela. “Siempre digo a las nuevas que primero se trabajen la autoridad y se ganen su respeto, aunque parezcan estrictas”, reconoce. Rubio asegura que el vínculo de amistad solo germina cuando las fronteras han quedado bien marcadas. Es entonces cuando manan los abrazos y la confidencias. Preguntamos a una niña qué tal se lleva con su voluntaria. “Es más mi amiga que mis amigas”, suelta espontánea.
Visitamos la Escuela de la Paz de Pan Bendito en pleno campamento urbano. Alternativa de urgencia a las estancias en la sierra de Madrid que otros años, sin virus mediante, ponen el colofón a su actividad durante el curso. Antes y después del campamento, la comunidad ha montado -también de manera excepcional- una escuela de verano. Obvio el objetivo: estrechar la brecha sociodigital acentuada por la pandemia. Con este mismo fin, la escuela continuó online durante el cerrojo escolar. “A través de móviles, aquí otros dispositivos no tiene casi nadie. Hemos ayudado con los deberes, sin olvidar la parte afectiva”, afirma Busto.
En realidad, el apoyo escolar y la dimensión lúdica cohabitan siempre en la oferta educativa de Sant´Egidio. Durante el campamento, juegos y amenos talleres ganan peso. Pero la jornada en la escuela propiamente dicha arranca suave y finaliza con una pequeña fiesta: cantar, bailar, divertirse.

El énfasis académico se centra en los pilares del aprendizaje, cuyas carencias pueden condenar a un alumno de por vida. Ante todo, el cultivo de la palabra, en la línea de Milani y su insistencia en situar al dominio del idioma en el epicentro de cualquier proyecto vital con una dosis digna de libertad. Casi al mismo nivel, las operaciones matemáticas básicas. Y luego, otros requerimientos concretos de cada niña/o. La flexibilidad y el margen de maniobra son -sustentados siempre en un trato personalizado- la gran ventaja de la escuela respecto al sistema oficial.
Busto recuerda que el CP República de Colombia, a dos pasos del local, siempre ocupa los tres últimos lugares en la pruebas de diagnóstico de la Región. Para él, pedirle al colegio que arregle solo un ascensor social escacharrado se antoja casi una utopía: “El círculo de la pobreza en el barrio no se termina de romper por una cuestión cultural. Y ahí es muy difícil que llegue el colegio. Incluso los profesores más vocacionales se encuentran con una clase en la que casi todos los alumnos provienen de un estracto social muy bajo, con necesidades emocionales, problemas de comportamiento, conflictos en casa, absentismo… Un gueto, en definitiva”.
La Escuela por la Paz, por el contrario, sí puede actuar sobre la raíz, acudir al origen de la desigualdad. Literalmente de hecho, ya que los voluntarios van a buscar a los niños a sus hogares. En parte para asegurar su asistencia, en parte para conocer de primera mano su entorno cotidiano. “Las familias se muestran agradecidas, saben que todos somos voluntarios”, dice Rubio. Busto añade que ayuda sobremanera no responder al perfil de figura institucional (profesor, trabajador social), lo cual facilita la cercanía en el trato: “Te abren su casa, te invitan a café de puchero…”.

Heroísmo educativo

Finalizada la ronda de recogida, ya en el local, la escuela afronta la enseñanza con la realidad cotidiana del alumno muy presente. “Nos armamos de paciencia, comprendemos que determinadas actitudes no se producen porque el niño sea malo, sino porque hay una historia detrás que explica su comportamiento”, argumenta el coordinador. Es en este “querer sin juzgar, en acercarse a los pobres, a los que más sufren” donde más se revela, para Busto, el espíritu cristiano del proyecto.
Ciertos valores empapan juego, estudio y talleres. Enfoque transversal que aspira a neutralizar la dureza del barrio, “donde impera la ley del más fuerte”, prosigue Busto. Convivencia, empatía, respeto, cuidado de las calles en las que crecen los chavales, ecología. Se emprenden también iniciativas solidarias, por ejemplo, reciclaje de juguetes que luego venden en mercadillos altruistas. El dinero recaudado lo envían a África. “Les inculcamos la idea de que nadie es tan pobre como para no poder hacer algo por los demás, comprenden que hay gente peor que ellos, sin ni siquiera acceso a medicinas”, afirma Busto.
En sus más de 30 años de vida, la escuela ha cosechado un nutrido palmarés de éxitos. “Ves cambios, a veces muy sutiles. A lo mejor no salen universitarios, pero sí hay gitanas que han continuado su formación más allá de los 13-14 años [algo poco habitual en esta comunidad], se han casado más tarde y ahora trabajan como dependientas”. Otras veces, lograr que un puñado de chicos esquiven su autodestrucción supone un logro inmenso: “Algunos me han reconocido que no han caído en la droga gracias a la escuela”.
Busto trabaja como maestro de Infantil en un colegio concertado. Es diácono (clérigo laico) y padre de tres hijos. Además de la coordinación de la escuela, presta servicio en otros programas de Sant´Egidio. Aun así, opta por quitar importancia a sus esfuerzos de ayuda al prójimo. No lo dice expresamente, pero desliza que los verdaderos héroes se encuentran en las escuelas de la paz de Mozambique o Malawi. Jóvenes que madrugan para caminar kilómetros y echar una mano educativa antes de afrontar una larga jornada laboral. Busto cuenta un caso desgarrador que eleva el nivel de sacrificio y relativiza su propia labor. Hace unos años, un veinteañero de El Salvador acudía como voluntario a la Escuela de la Paz de Apopa, una pequeña ciudad cercana a la capital, San Salvador. Allí, las maras ven a la escuela como enemiga directa: les quita cantera, dificulta su reclutamiento criminal. El joven se había convertido en una referencia, un polo de atracción para alejar a los niños de los tentáculos de la delincuencia. Así que lo mataron. Se llamaba William Quijano.