Padre Santo, queridos hermanos y hermanas, es bien cierto que la Palabra de Dios es lámpara para nuestros pasos. Celebramos con usted este don que nos acompaña desde el inicio. Cuando éramos jóvenes, en 1973, estos mismos pasajes del Evangelio de Lucas fueron comentados por un amigo, un pastor valdense, Valdo Vinay, ya fallecido. Quiso leer juntos la narración del buen samaritano y Marta y María, y explicó con profundidad evangélica lo que intentábamos vivir: el lazo indestructible entre escuchar la Palabra y el amor por los más pobres.
El maestro de la Ley le preguntó a Jesús: “¿Quién es mi prójimo?”. Quería justificarse, pero tal vez había perdido el contacto con el otro. A veces centrarnos demasiado o solo en la ley o en la teología nos convierte en miopes: no vemos al otro. Un autor italiano habla de la “muerte del prójimo” como de una grave enfermedad social de hoy. Así crece la distancia. El corazón se seca y solo somos capaces de compadecernos de nuestros dolores. En un mundo globalizado y con una mirada planetaria, ignoramos muchas veces a quien sufre cerca de nosotros y al prójimo que está lejos.
¿Quién es mi prójimo? Al final quedamos solos con nosotros mismos y con nuestras ideas. Por eso –creo– Jesús obliga al maestro de la Ley a bajar idealmente de Jerusalén a Jericó por el camino donde sufre un hombre que es invisible para él, medio muerto en la cuneta de un camino muy transitado.
Allí, y no bajo techo del templo o en una sacristía, se produce el encuentro con el samaritano, extranjero para las costumbres religiosas del levita y del sacerdote y para la prisa de sus agendas. Él tuvo compasión del hombre medio muerto. Se expuso al riesgo de un camino lleno de malhechores y dio gratuitamente parte de lo suyo; se ocupó de él responsablemente y creativamente hasta estimular incluso la ayuda de los demás con el talento de la caridad. El herido no pidió ni siquiera una milla y él recorrió todas las que fueron necesarias para curarle.
Ahora comprendemos mejor la invitación de Jesús: “Haz lo mismo y vivirás”. Hacer lo que haría el samaritano, es, en definitiva, lo que hizo el Señor Jesús. Ser como él. Pero ¿cómo es posible, si somos tan contradictorios, si nos vemos solo a nosotros mismos y nuestro interés?
Para “hacer lo mismo”, para ser como él, tenemos que ir a la escuela del Señor. Es lo que hace María. Una mujer pequeña, cuya grandeza se resume en un gesto: se sienta a los pies de Jesús, cuando este va a su casa. Lo escuchó y entonces eligió “la mejor parte”. Jesús añade: “no le será quitada”. ¡Nadie nos podrá quitar nunca la palabra de Jesús! La Palabra es lámpara para nuestros pasos e ilumina para nosotros el rostro de los sufrientes. La Palabra es aquel colirio que lubrica los ojos y permite ver a quien está necesitado. La Palabra nos salva de la impotencia nos da la inteligencia del amor, ilumina los ojos y la mente. María eligió la mejor parte: la Palabra de Jesús, y también el pobre. Quien escucha la Palabra y reza se hace amigo de los pobres.
Marta es activa, pero está concentrada en lo que hace. Vive en el divorcio entre servicio y escucha, hasta el punto de que al final reprocha a su hermana y al mismo maestro. Se siente justa y no necesita la gracia de la Palabra. María, por el contrario, intuye que solo en Jesús encuentra fuerza y un centro todo servicio: él es la fuente del amor. María necesita la escuela del Maestro: se sienta a sus pies, como solo hacen los discípulos, ella que no tendría derecho a hacerlo por ser mujer.
Hoy, agradecidos y junto al papa Francisco, pidamos en la oración confiada que el Señor nos permita siempre volver a sus pies y vivir una gran compasión por los hermanos más heridos, sabiendo que para él todo es posible. Su Palabra es poderosa y, si la escuchamos, no volverá sin haber regado la tierra con frutos de solidaridad, sin haber transformado la historia.