Padre Santo,
Este verano con mis amigos de los jóvenes por la Paz de toda Europa nos encontramos en Barcelona, justo al día siguiente del terrible atentado de las Ramblas. Entre las flores, las velas y los escritos que la gente había dejado en el lugar del atentado, había uno que me sorprendió. Un niño había hecho un dibujo en el que se había dibujado a sí mismo, muy muy pequeño, y un monstruo grande que simbolizaba el miedo. El dibujo se titulaba: “Aquí estamos yo y el miedo”. Y en el comentario decía: “El miedo no es tan grande ni yo tan pequeño. No tengo miedo”. Aquel dibujo nos hizo pensar: el miedo no es tan grande como dicen o como muchos actos de violencia, de división, de bullying, querrían. Estar juntos en aquel momento dramático me hizo entender que no somos tan pequeños como creemos. Ser Comunidad, estar en la Iglesia es un gran don en el tiempo de lo virtual y de la soledad de muchos compañeros míos.
Cuanto más vivo en el mundo virtual, más se alejan los demás y les tengo miedo. La vida sin amigos es triste. La vida en la que siempre me tengo que defender es triste. Tan triste que puede llevar a hacer actos violentos. Pero en esta tristeza se ha encendido una luz: conocer a los pobres. Cuando conocí a los niños pobres de la periferia de Roma en la Escuela de la Paz, cuando entendí que pedían amistad, cayeron mis defensas. Entendí que el problema no es defenderse de los demás, sino defender a los pobres.
Sentí que tenía una responsabilidad hacia ellos. Sí, hasta entonces pensaba que la responsabilidad era una palabra que no era para los jóvenes, sino para los mayores, para los viejos. Pero conocer a los niños pobres me hizo entender que la responsabilidad también es mía. ¿Cómo podía yo dejar solo a aquel niño? Y con la responsabilidad llegaron los sueños. Soñé en dar un futuro a los niños, soñé en una sociedad donde haya sitio para todos. Cada uno de nosotros tenemos el derecho de tener un sueño. No es legítimo, lo que nos hacen creer cuando dicen: “bueno, sí, de acuerdo, pero no lo lograrás nunca”, “ya hablaremos de los sueños otro día”. Soñar un mundo nuevo para todos, no solo para mí, es un derecho que tengo y que quiero ejercer con mis amigos.
La globalización ha hecho que estemos todos más solos, más desorientados, un poco perdidos en el gran mundo porque, por ejemplo, los problemas parecen muy grandes: la contaminación global, la guerra o la pobreza. Pero es una gran oportunidad porque puedo conocer a jóvenes de todo el mundo, viajar, estar informada de muchas cosas. Una oportunidad que las generaciones que nos han precedido no tuvieron. Tenemos la posibilidad de pensar, de imaginar una respuesta a los problemas del mundo, porque los conocemos.
Hoy puedo decir ante usted, Padre Santo, que la presencia de un niño pobre, vulnerable, en mi vida me ha cambiado más que muchos discursos: me ha enseñado la fidelidad, me ha pedido que asuma una responsabilidad y no me quede inerte o cerrado en mi mundo.
Me pregunto: ¿no sería posible que en la Iglesia el contacto con los pobres estuviera más presente en la educación de los jóvenes? A veces la gente tiene la idea de que solo algunas personas, los especialistas, deben ocuparse de los pobres. ¿No sería más hermoso que en cada parroquia o escuela católica se propusiera a cada joven conocer y servir a los pobres?
Conocer a los pobres para mí no fue solo una experiencia «social», sino también una realidad espiritual: entendí mejor quién era Jesús para mí, o mejor dicho, ¡entendí que lo había encontrado!.