La historia de William Quijano, Samy para los amigos, es la historia de un joven que, en un contexto difícil y violento no pierde la esperanza, no deja que le frene el miedo, e invierte en educación a la paz y a la no violencia.
William nace el 7 de julio de 1988 en San Salvador. Con 14 años pierde a su padre y se traslada con su madre al suburbio de Apopa, a unos veinte kilómetros de la capital. Es un muchacho como muchos otros, aunque más alto, más expansivo. Como muchos, sueña en un futuro mejor para él y para su familia. Por eso continúa estudiando, se diploma en el Instituto Nacional de Apopa y empieza la carrera universitaria de Derecho, pero no logra continuar los estudios. Cuando le ofrecen la ocasión de trabajar a tiempo completo como promotor deportivo en el Ayuntamiento de Apopa, opta por trabajar.
Como les pasaba a los demás jóvenes de su ciudad, William soportaba un ambiente que, como había escrito en un cuaderno en el que anotaba reflexiones de vez en cuando, "se ha hecho extremamente violento, una muerte tras otra; y no existe una conciencia social que sostenga a la gente".
América Latina se presenta al inicio del mileno como un continente que busca nuevos referentes y equilibrios. Además de las antiguas cuestiones sociales, todavía sin resolver, aparecen otras dramáticas heridas, la penetración de las mafias asociadas al narcotráfico y el estallido del malestar juvenil, envenenado por la fascinación de la violencia.
Así nacen las maras, bandas que atraen a una joven generación sin arraigo, con poca educación y sin perspectivas claras de futuro. Recurren a la sumisión y al terror, pero confieren respeto a sus miembros y dan una identidad a quien no la tiene.
El enfrentamiento armado político-ideológico de las décadas de los 60, 70 y 80 fue sustituido por la guerra entre bandas, el asesinato como apuesta y la violencia difusa. En El Salvador, país de unos 6 millones de habitantes, se producen cada año miles de homicidios (3.332 en los siete primeros meses de 2015, por ejemplo, lo que equivale a 16 víctimas al día).
Las maras hacen adeptos también entre menores, algunos de muy corta edad. Prosperan como el fruto amargo de una violencia que se ha sembrado durante décadas, son el sustituto de un sueño de éxito y de riqueza.
La respuesta de los estados centroamericanos a este fenómeno ha sido básicamente represiva. Son emblemáticos los nombres de dos programas de lucha contra las bandas que ha aplicado El Salvador: Mano Dura y Súper Mano Dura. No obstante, y a pesar de los arrestos, más allá de las declaraciones grandilocuentes, no se ve el fin de la violencia. Quizás lo que falta no es una mano dura, sino una mano amiga, una mano que se pueda tender a los jóvenes y adolescentes antes de que sea demasiado tarde.
La Comunidad de Sant'Egidio hace ya años que trabaja con estos jóvenes en situación de riesgo. Ha comprendido que la respuesta al problema estaba en brindarles espacios de unidad, en darles una paternidad y asegurarles una autoridad.
Las Escuelas de la Paz son la principal plasmación de este compromiso de proximidad partícipe y de educación alternativa. Son centros gratuitos, que ayudan a los niños y adolescentes en su inserción e itinerario escolar, y que proponen un crecimiento sano y pacífico. Son escuelas, pero también escuelas de paz, de convivencia, de respeto a uno mismo y a los demás. En estas escuelas, la paloma de la paz en la camiseta o en la gorra ocupa el lugar del tatuaje en la piel, marca de afiliación a la mara.
William conoció Sant’Egidio en 2005, con poco más de 16 años. La Comunidad, que había nacido en San Salvador, se extendía entonces a Apopa. William era alto, imponente, pero no se servía de su físico, sino de su palabra, de su comunicación y su simpatía. En el país de los enfrentamientos, él cultiva el arte del encuentro, con ingenuidad, con entusiasmo, sin miedo. Dirá K.: "Lo recuerdo siempre sonriendo, no lo imagino triste. Era alegre, bromista. Vivía una profunda alegría".
Su adhesión alegre y comunicativa es importante para la Comunidad de El Salvador. William es uno de los que viaja a Roma en 2006 para pasar unos días de fraternidad y de formación. Vuelve a Apopa entusiasmado por lo que allí ve y oye.
2006 es un año importante para William, fundamental para construir un "yo" más maduro, más consciente, capaz de crear su sueño grande y humano para los jóvenes de Apopa. No solo es importante por el viaje a Italia.
Recordará M.: "Sería el año que fue a Roma. Me habló de la faida que estalló entre su pasaje y el pasaje vecino. Todo había empezado por culpa de un joven borracho de su zona que había molestado a otro que vivía más lejos y le había quitado la gorra, la cachucha. Algo sin importancia, pero el otro se enfadó mucho. ¡Qué trágicas consecuencias tuvo todo aquello! Los dos pasajes se declararon la guerra: amenazas, enfrentamientos, homicidios... Me dijo: 'El otro día mataron a seis y ahora habrá represalias'. Estaba triste, abatido por la enormidad, la absurdidad de lo que estaba pasando. Habían muerto jóvenes que él conocía, y todo por una cachucha. Desde aquel momento fue consciente de que en Apopa hacía falta un protagonismo diferente. Se convenció de que había que hacer algo y, tras tomar fuerza en la oración, vio que la Escuela de la Paz era el camino de una dignidad nueva, en Apopa y en todas partes".
Los domingos William empieza a ir a San Salvador. Un poco al estilo "delantero libre", un día a la Escuela de la Paz de San José, otro a la del Bambular y otro a Chanmico.
"Era uno entregado a la Escuela de la Paz", dirá F. Había escrito: “El mundo está lleno de violencia. Por eso tenemos que trabajar por la paz, empezando por los niños. Debemos tener la valentía de ser maestros, porque un país que no tiene escuelas o maestros es un país sin futuro ni esperanza. Las Escuelas de la Paz son santuarios para frenar la violencia y la pobreza".
William hablaba de su sueño a todo el mundo. Que Apopa cambiara, que fuera como el Bambular, donde años de presencia de la Escuela de la Paz lograron que no arraigaran las maras. Era como un milagro de Sant'Egidio que se podía replicar en otras partes. Esa era la "conciencia social", por utilizar las mismas palabras de William, que había ido creciendo en él, y que el joven esperaba que pudiera convertirse en cultura y práctica para toda una generación.
El compromiso de William por la transformación de Apopa se convierte también en trabajo civil. Entre finales de 2008 y principios de 2009 recibe la propuesta del ayuntamiento de formar parte del equipo de promotores deportivos que, según la idea de la administración, alejaría a los menores de las redes de las maras haciéndoles participar en actividades sanas. William acepta. En los últimos meses de su vida se mueve por Apopa con S. y otros compañeros para hablar con asociaciones deportivas, para fomentar que acepten a los adolescentes y para establecer con estos un discurso más amplio.
De las palabras de S. se aprecia la paternidad que William ejercía sobre aquellos menores: "A veces lo llamaban 'Papá Samy'. Lo decían en broma, pero era verdad que con William los jóvenes se sentían amados, protegidos y seguros; se dirigían a él para pedirle consejo".
Eran corazones potencialmente salvados de las maras, mentes más libres. Y eso no podía sino molestar a quienes pretendían perpetuar su control sobre Apopa y sobre sus jóvenes habitantes.
Quizás entonces alguien puso a William en su punto de mira: había que dar una lección a quien se había atrevido a proponerse como claro competidor de un poder oscuro y violento. O quizás el mecanismo del mal actúa sin un objetivo preciso, por aburrimiento, por apuesta, por envidia.
En cualquier caso, la tarde del 28 de septiembre de 2009 William fue abatido por varios disparos en un pasaje a cuatro pasos de casa. Su madre oyó los disparos y corrió hasta la calle, pero las heridas eran demasiado graves. El joven promotor del ayuntamiento de Apopa, el "gigante bueno" de la Escuela de la Paz de Sant'Egidio muere al cabo de poco de llegar al hospital.
La muerte de William Quijano sigue envuelta en misterio. Nunca se ha sabido quiénes eran los dos que se pararon delante de él en el pasaje y que le quitaron la vida.
Lo que se sabe es que el sueño de William, joven hijo de Sant'Egidio en El Salvador, sigue hablando. Su historia, aunque trágica, permite creer que se puede construir otra América Latina, libre de la pesadilla de las maras. En la periferia existencial –como diría el papa Francisco– de Apopa, William dio muestra de su esperanza en un mundo distinto, basado en valores más pacíficos y humanos.
Francesco De Palma