Europa sale a la calles y a las plazas pare rechazar el miedo y encontrar la esperanza. Europa logró que los europeos restablecieran la amistad tras la guerra. Y los ciudadanos europeos, al menos en algunos países, se hicieron realmente amigos. Ahora hay que salir a las calles y a las plazas para decirlo con fuerza, también como acontecimiento político. La ciudad europea se caracteriza por su plaza, lugar de encuentro e intercambio. En la plaza, entre la catedral, el ayuntamiento, la universidad y el mercado, ha crecido nuestra civilización, aquel humanismo que habla varias lenguas. Europa –sobre todo para quien la ve desde fuera– es una civilización, no superior, pero sí única en el mundo. Pero corre el peligro de diluirse si muchos o algunos de nuestros países de Europa (pequeños o medianos) no se atreven a estar juntos en el mundo global y en medio de sus gigantes.
Hasta ahora hemos puesto nuestras identidades políticas una junto a otra sin amalgamarlas de verdad. Nos falta una inspiración espiritual alta que apasione y guíe más allá de uno mismo. Dicho proceso debe alimentarse de una inspiración espiritual que desencadene energías de bien, de paz y de concordia, que existen en nuestros pueblos, pero que muchas veces están paralizadas a causa del miedo. No es retórica, sino la realidad de Europa. Congregarse en una plaza hace que emerja quiénes somos, después de tanta guerra en suelo europeo, y muestra que vamos hacia un futuro de unidad. El impulso propulsor no es el rearme. No es el miedo a la agresividad rusa. Tampoco lo es defenderse de los refugiados del sur. El miedo no abre procesos constructivos. La historia unitaria europea nunca ha avanzado yendo contra otros. Por esta característica hoy es capaz de generar paz en el mundo, de acoger y de integrar. «Europa, fuerza amable», decía Padoa-Schioppa. No imbele. Por eso debe dotarse de herramientas adecuadas: tener una defensa común y relanzar la diplomacia (no la que ha impulsado hasta el momento el Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad). La vía del rearme de cada uno de los estados, aunque sea dentro del marco de la propuesta de Von der Leyen, no responde a la exigencia de una herramienta militar europea. No resuelve el problema de fondo y procrastina. ¿De qué sirve el rearme sin una verdadera diplomacia? ¿De qué sirve el rearme de estados divididos? Hay que evocar el problema que, por pudor, nadie recuerda: Alemania como potencia militar fue la preocupación de Mitterrand y de la clase política que hizo grande la República Federal. ¿Es conveniente el rearme unilateral de un país que tiene un partido neonazi con más del 20% de votos, el doble que en 2021? No es desconfianza hacia nuestros amigos alemanes, pilar fundamental de Europa. Es solo reproponer la preocupación de grandes alemanes como Kohl, cuando se quería una Alemania unida pero ligada al euro y a Europa.
Juan Pablo II, que no era sospechoso de infravalorar el peligro comunista, decía que se estaba olvidando el horror del nazismo. Haber ampliado Europa sin haber ahondado en la calidad de la unidad y no haber compenetrado a todos los pueblos ha hecho que haya una superposición desordenada de miedos y egoísmos, como demuestra el uso del derecho de veto. De hecho, la más amplia y elástica (pero no irrelevante) comunidad política europea, propuesta por Macron, tiene su sentido respecto a un núcleo que, por el contrario, tiene la intención de fundir sus destinos. La brutal agresión rusa de Ucrania ha vuelto a poner sobre la mesa el tema de la defensa común. Los ochocientos mil millones que propone Von der Leyen no van en la dirección acertada: quitar dinero del campo social y de la cohesión para dedicarlos al rearme en orden disperso. Y además, lo repito, todavía falta una diplomacia al servicio de la política exterior, que es la única que garantiza un futuro de paz. Que Europa sea fuerte y tenga autoridad es en interés de todos, pero no solo para ir contra. Ha llegado el momento de crecer, de salir de la propaganda de guerra de estos tres años y de ir hacia la reconstrucción de un orden multilateral que incluya al gran sur global. Hoy las superpotencias, inciertas y alarmadas, se estudian y se desafían, y su inseguridad las vuelve agresivas.
Dicha tendencia comportará problemas para los países más débiles –especialmente en África– y nuevas tensiones, ya que la ley del más fuerte contagia a todo el mundo y multiplica los enfrentamientos. Hace falta un equilibrador firme y cualificado. No puede ser más que Europa. En estos últimos años los estados europeos han actuado como si estuvieran solos o incluso con rivalidad. Ha llegado el momento de afrontar el futuro juntos. La unidad belicista fracasa porque no mira más allá de ella misma, no prepara el mañana. Europa tiene la responsabilidad de seguir siendo portadora del recuerdo del horror de la guerra, una guerra que en dos ocasiones durante el siglo XX empezó en Europa y se hizo mundial. Las nuevas generaciones heredan esta historia y tendrán que continuarla. Por eso mantenemos vivo y común ese recuerdo en unas calles y unas plazas que afianzan nuestra voluntad de unidad. Así, junto a las banderas europeas ondeará la bandera de la paz.
15-03-25
[Andrea Riccardi]
[Traducción de la redacción]