El terrible atentado de Moscú dejó atónito a todo el mundo por la absurda violencia contra gente inocente. El hecho de que los rusos atribuyan la responsabilidad del atentado a los ucranianos provoca miedo. Existe el peligro de que dicha interpretación lleve a una escalada del conflicto. Ahora parece que la pista del terrorismo islámico es incontestable. Aun así, se respira un clima de odio. Basta bien poco ―un incidente real o amplificado― para incendiar la situación.
Imposible no pensar en el atentado de Sarajevo de 1914 que, ciento diez años atrás, llevó a la Primera Guerra Mundial. Un mes después del atentado del archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austriaco, el Imperio de Viena ya estaba en guerra con Serbia. Llegó el conflicto mundial con nueve millones de caídos militares y cinco millones de civiles muertos. La guerra es como el fuego: cuando estalla, no es fácil controlarlo, porque se lleva a todos por delante, independientemente de las intenciones.
En un mundo lleno de conflictos, en los que participan muchos Estados y en los que el terrorismo es un actor destacado desde África hasta Europa, no existe el peligro de una guerra mayor que las actuales. ¿Una guerra mundial? Es la pregunta que nos hacemos muchos, que guardamos para nuestros adentros, y a la que no encontramos respuesta tranquilizante. Observamos los acontecimientos que se producen frente a nuestros ojos con un sentimiento siniestro: ¿llegará un día en el que todo estalle?
Además, antes del ataque ruso a Ucrania, la invasión parecía algo imposible, a pesar de las pruebas. Pero ocurrió. ¡Y ya estamos en guerra desde hace dos años!
Este sentimiento siniestro sobre el futuro se debe a que ya nadie imagina la paz. La paz parece algo imposible. La paz, como destino común de la humanidad, ha caído (esperamos que no por completo) de las agendas de los actores internacionales. Estamos preocupados, pero nos sentimos impotentes. El mundo se arma y se prepara para una eventualidad que la mayoría no quiere, un conflicto más grande.
Hay que tener la valentía de repudiar la actitud resignada y volver a poner la paz en el centro. La gente no quiere la guerra. Está a favor de la guerra en algún país porque está manipulada por la propaganda. Hay que hacer que emerja la profunda voluntad de paz de la mayoría. Juan XXIII, que había vivido como militar la Primera Guerra Mundial, lanzó un mensaje antes del Vaticano II: “Las madres y los padres de familia detestan la guerra: la Iglesia, madre de todos indistintamente, elevará una vez más la aclamación (...) para irradiarse en suplicante precepto de paz: paz que previene los conflictos armados: paz que debe tener sus raíces y su garantía en el corazón de cada hombre”.
Debemos dar voz al “anhelo de los pueblos”, de las madres y de los padres, de las mujeres que no quieren la guerra. No podemos resignarnos con actitud fatalista a que, un día, llegue la guerra. En Italia y en otros países europeos, la mayoría quiere que se evite la guerra y que se exploren las vías de un diálogo fuerte y auténtico.
¡Por eso hay que gritar! Y actuar de la manera y en el lugar que la paz vuelva a ocupar su lugar en el futuro del mundo.
El papa Francisco, muy criticado por sus palabras de paz, tiene la valentía de romper el conformismo oficial y mediático que ha borrado la paz de los discursos públicos y de nuestro horizonte. Con la voz y con las manos todavía se puede detener la resignación a la guerra. La paz es posible: depende de la coyuntura internacional, pero en el fondo, ¡también depende de nosotros!
[Andrea Riccardi]
[Traducción de la redacción]