Como muchos, hemos leído en el Corriere della Sera la historia de Dora, la anciana de Camaiore que, después de una vida larga -y a veces turbulenta- quisiera pasar sus últimos años en casa, pero "no puede". Dora, en contra de su voluntad, pero también en contra de los consejos de su hija y de los médicos, es recluida en una residencia de ancianos a 60 km de distancia. Es una historia que nos impacta en muchos aspectos, desde los más "técnicos" vinculados a la figura y rol del personal de apoyo hasta los más humanos propios de miles de personas mayores. En particular sobre esto último, sobre la condición actual y el futuro de la vejez, le pedimos a Mons. Vincenzo Paglia una breve reflexión, a partir de lo que escribió en el Corriere della Sera en los últimos días, haciendo referencia a la historia de Dora.
“Uno de los derechos más vulnerados de las personas mayores es el de ser escuchados. Por eso es importante dar voz a la historia de Dora, la anciana de Camaiore que quisiera vivir los últimos años de su vida en su casa. Porque Dora no es la única en esta situación. Cualquiera que visite casas particulares o residencias de mayores lo sabe muy bien: a todos nos gustaría envejecer en nuestra propia casa. Hace muchos años, ya nos lo recordaba otra anciana, María, que en su carta enviada a la Comunidad de Sant'Egidio pedía precisamente la libertad de elegir. María escribió: “Lo que quiero para mi futuro es la libertad de poder elegir si vivir los últimos años de mi vida en casa o en una institución. Hoy no tengo esta libertad".
Pero en el relato de Dora revivo también otro recuerdo personal, ligado a la larga historia de amistad de la Comunidad de Sant'Egidio con los ancianos. La decisión de Dora de "dejarse morir" como última forma de protesta dirigida a quienes no quieren escucharla - y a toda la sociedad- nos devuelve a la memoria, junto a la historia de muchos otros ancianos, la historia de Filomena, conocida desde los inicios de la Comunidad de Sant'Egidio y que –increíblemente– cincuenta años después, presenta rasgos tan similares. Filomena era una anciana que vivía en Trastevere, en Roma, muy conocida por los jóvenes de Sant'Egidio, lugar que frecuentaba todos los días. Un día Filomena no vino a Sant'Egidio, ni fue posible encontrarla en casa. Había sido internada en un hospital después de que unos nietos, que no vivían en Roma, consideraran que esa era la solución más segura para ella que ahora "ya no estaba en sus cabales". Cuando la encontraron no habló, no nos reconoció, lloró, se quejó. Le habían cortado el pelo, que lo tenía tupido y del que estaba orgullosa. Se avergonzó de ello y se cubrió la cara para borrar esa humillación. A los pocos días se dejó morir sin que pudiéramos darle el alta para que volviera a su vida habitual.
Las historias de Dora, María y Filomena fácilmente podrían escribirse, junto con las de muchas otras personas mayores, como un compendio de la Carta de los Derechos de las Personas Mayores y de los deberes de la sociedad que actúa como arquitrabe de la nueva ley. Su problema, mayor que su fragilidad y enfermedad, es que no tienen voz. O más bien, la tienen y hablan, ¡muchas veces escriben! Pero no son escuchados. A medida que envejeces, tu voz se debilita. Sin embargo, existe, no podemos pretender no escucharla. Al contrario, necesitamos darles fuerza, invitar a otros a que hagan oír la suya para decir que los ancianos por fin podemos vivir nuestros últimos años de vida en casa. Por eso me alegra que la semana pasada el Gobierno aprobara un Proyecto de Ley Delegada para la reforma del sistema de atención a las personas mayores, que pone en el centro el apoyo a la atención domiciliaria. Un gran logro, la culminación de un largo camino que comenzó en la pasada legislatura con la Comisión que tengo el honor de presidir”.
Monseñor Vincenzo Paglia, en el blog "Viva los ancianos"