El día de Navidad se cumplirán diez meses de la agresión sistemática y violenta de Rusia contra Ucrania. Siete millones de ucranianos están refugiados en el extranjero, casi el 16% de los habitantes. Sigue siendo un país marcado por la muerte y el dolor, con muchas infraestructuras destruidas, además de edificios civiles. La sorpresa, ante todo para los rusos, ha sido la resistencia ucraniana, que ha demostrado ser capaz de repeler el ataque y recuperar territorio, gracias, entre otros motivos, al fuerte apoyo de los suministros militares y la inteligencia de Occidente. Hay que decir que un apoyo de ese tipo, en otros países como Afganistán, no se ha traducido en eficacia militar.
Después de tantos meses, nos preguntamos si no existe el riesgo de que la guerra se eternice y se convierta en un conflicto permanente como ocurre en varios países del mundo, empezando por Siria. Todo ello hace que uno se pregunte por la visión del futuro que, actualmente, parece no existir, a menos que se trate de una inaceptable victoria rusa sobre Ucrania. Las pasiones, las noticias, los mensajes cruzados y la propaganda de guerra (que tan diferente es ahora, en la era de las redes sociales) se desencadenan con tanta intensidad que se ha invertido muy poco en idear una visión del mañana o incluso, solo, en la diplomacia. Esta debe hacer frente continuamente a presiones externas propagandísticas. Parece realmente que la negociación está lejos. Sin embargo, el «alto el fuego» es una pausa necesaria para mirar al después. A dicha decisión se le han puesto todo tipo de condiciones, algo que demuestra lo difícil que resulta.
Quedaría una opción menos exigente pero igualmente significativa: una tregua navideña basada en motivos humanitarios y en la identidad cristiano-oriental de los pueblos ruso y ucraniano. No es una propuesta nueva. Benedicto XV propuso una tregua navideña en 1914, durante la Gran Guerra. Entonces hubo significativos episodios de confraternización en el frente franco-alemán. Fue una tregua madurada desde abajo, un milagro, como tituló Il Corriere, recordando el episodio. En 1967, durante el conflicto de Vietnam, hubo una tregua navideña (y para la fiesta budista de Têt hubo treguas de facto). Con respecto a aquella guerra, Pablo VI intervino pidiendo una tregua y que esta se transformara en un alto el fuego.
Pero, como es evidente, toda tregua está sujeta a la pregunta: ¿a quién beneficia? Depende del momento y de las tácticas, pero la tregua beneficia sobre todo a la afirmación de un interés común (y la guerra es el fin de todo sentimiento de pertenencia a algo común). La tregua es salvar vidas, afirmar algo que trasciende la lógica de los combates (la Navidad, por ejemplo), dar un respiro a la población y a los combatientes y disfrutar de un momento de paz para mirar al futuro. En resumen, la tregua consiste en detenerse, mientras el tren del conflicto avanza inexorablemente, para recordar qué es la paz. Tiene un valor simbólico, pero escapa a su significado político.
¿Por qué no se concreta la propuesta? En primer lugar, se ha desdibujado el marco religioso de referencia, aunque se ha enarbolado con mucha frecuencia, sobre todo en Rusia. Parece que las referencias cristianas a la Navidad tienen poca fuerza frente a la lógica nacionalista. No es algo nuevo, si recordamos la poca acogida que tuvieron los mensajes de los papas en los dos conflictos mundiales. Y esto debería hacernos reflexionar sobre la impotencia del cristianismo ante el mal y debería empujarnos a buscar nuevas formas de afirmar aquella paz que, al menos desde el siglo XX, se ha convertido en un elemento central del mensaje de los papas y un factor relevante en la conciencia cristiana. Las ásperas divisiones y el aislamiento de las Iglesias ortodoxas, divididas y conflictivas, aunque comparten el mismo patrimonio espiritual y litúrgico y aunque han vivido durante siglos en una comunión que es fruto de un origen común, han ignorado el ecumenismo cristiano.
Este es el principal motivo de la falta de credibilidad de las Iglesias. Si no hay una tregua navideña, será una derrota del cristianismo, después de lo cual no podremos mirar para otro lado y lamentarnos de la irrelevancia y la distracción de la gente. Será un impulso para preguntarse qué deben hacer los cristianos en esta gran contradicción que es la guerra. Sobretodo, tas la derrota que significa la agresión rusa contra Ucrania, mostrará la derrota de la humanidad, una humanidad europea y eslava que no sabe encontrar razones, puntos en común y energías para salir de una lógica de guerra, lo que probablemente llevará a una prolongación del conflicto, sin perdedores ni ganadores, con un gran derramamiento de sangre y un gran sufrimiento para la población ucraniana.
Tiene razón el papa Francisco en la fuerte definición que hace de la guerra en la Fratelli Tutti: «Toda guerra deja al mundo peor que como lo había encontrado. La guerra es un fracaso de la política y de la humanidad, una claudicación vergonzosa, una derrota frente a las fuerzas del mal». Aunque sobre el terreno parezca impracticable parar los enfrentamientos, hay que proponer de todos modos la tregua públicamente y con firmeza, y que cada uno asuma la responsabilidad de aceptarla o no.
[Andrea Riccardi]
Artículo de Il Corriere della Sera del 14-12-2022
[Traducción de la redacción]