La fuerza débil que hace la historia Francisco y la lógica del Evangelio
Irak es un mosaico de religiones y etnias cuyo destino es convivir o enfrentarse. Su complejidad siempre se ha resuelto por la fuerza o la brutalidad del poder. Así ocurrió durante la dictadura del suní Saddam Hussein, entre 1979 y 2003, perseguidor de la mayoría chií y exterminador de los kurdos en sus tierras ancestrales. Saddam prohibió que Juan Pablo II hiciera la peregrinación a la tierra de Abrahán, Irak. Y ello a pesar de que el papa Wojtyla se opuso a las guerras americanas y occidentales contra el dictador, pues las consideraba la premisa del choque de religiones y de civilizaciones entre el mundo occidental y el islam.
El papa Francisco hace –así lo ha dicho– el viaje de su predecesor, porque el pueblo iraquí no puede esperar. Ha esperado la paz tras la liberación occidental y se ha encontrado con un Estado fragmentado, ha vivido la violencia del autodenominado Estado Islámico de Daesh, que tenía oscuros apoyos. Ha esperado democracia y seguridad, pero se ha encontrado en medio de la anarquía. ¡Cuántas vidas perdidas en dos décadas de guerra, terrorismo e inestabilidad! ¡Cuántos refugiados y cuánto dolor!
Francisco ha correspondido a las esperas de los iraquíes y de las iraquíes visitando el país, a pesar de que muchos lo desaconsejaban. No es un periodo en el que los líderes hacen visitas oficiales. E Irak no es seguro. Aun así, el Papa sentía que tenía que visitar aquella extrema periferia sin paz y una Iglesia de nuevos mártires, además de milenaria fidelidad al Evangelio. Aún hoy, la vida de muchos corre peligro en Irak. Ragheed Ghanni, joven sacerdote caldeo que estudiaba en Roma, se habría podido quedar en Italia, pero volvió a su tierra, donde fue asesinado en 2007: "Sin la Eucaristía, los cristianos no pueden vivir en Irak", decía. Y la celebró hasta la muerte en Mosul, a manos de terroristas islámicos.
El Papa empezó su viaje en la catedral sirocatólica de Bagdad, donde en 2010 fueron asesinados 48 cristianos en un ataque terrorista; y hoy reza en Mosul, la antigua capital del califato, donde los cristianos (al menos 6 mil) fueron expulsados y las iglesias destruidas (junto a edificios religiosos erigidos por musulmanes resistentes al yihadismo).
En los mártires hay una semilla de vida para la Iglesia y para Irak. Esta es la fe de la Iglesia. Y el Papa, de hecho, no va allí por revancha, ni para acusar en bloque al islam, como hace algún cristiano de Oriente y de Occidente. Del Evangelio brota una cultura de paz: una convivencia que libera de la lógica del choque entre diversidades convertidas en tribalismos arrogantes y violentos, en boga en Irak.
Y en Irak se vivió la convivencia en algunas épocas, aunque parcialmente. Allí estaban los judíos desde hacía milenios. 120 mil hasta 1948 y aún dos mil en tiempos de Saddam (a los que él vejó), mientras que el último rabino murió en 1996. Luego los yazidíes (que acogieron a los cristianos perseguidos durante la I Guerra Mundial), a su vez exterminados por el Estado Islámico. Los cristianos eran muchos: casi un millón y medio la vigilia de la guerra del Golfo, y quedan menos de 300 mil.
A pesar del asesinato de 1200 cristianos en los últimos tiempos, el patriarca caldeo Sako no ha asumido una actitud victimista, sino que ha declarado: "El mundo y la historia no se detienen con la tragedia que estamos viviendo". Francisco va allí a confirmar que los cristianos pueden ser el inicio de un futuro de paz. El respeto y la simpatía con la que el gran ayatolá Al Sistani, máxima autoridad chií, acogió al Papa demuestran que se le considera un hombre de unidad y de paz. El diálogo en aquella tierra, donde la brutalidad de las armas ha fracasado, es la verdadera fuerza que construye el futuro.
El viaje del papa a Irak nos revela también a nosotros –que estamos acostumbrados a su presencia y siempre pendientes de las cosas del "Vaticano menor"– el valor de su ministerio. Con la fuerza débil y humilde del Evangelio se toca y se cambia la historia del mundo. La huella de Francisco en Irak demuestra que la irrelevancia y la avaricia provincial de los cristianos europeos son una decisión poco valiente. Pero –como vemos estos días– un mundo tan perdido necesita el Evangelio vivido. Mirando a Francisco sentimos que en Irak se está haciendo la historia.
El Papa se preguntó y nos preguntó en el desierto de Ur, donde no hay muros: "¿Cómo puede empezar, pues, el camino de la paz? Renunciando a tener enemigos". Luego siguió con una serie de indicaciones, precedidas por un solemne y comprometedor: "Está en nuestras manos...". Los creyentes de todas las religiones y de todos los países no pueden permanecer inertes o ser irrelevantes, caminar por su cuenta, perseguir sus intereses, resignarse al mal. El "Está en nuestras manos..." que Francisco dijo en Ur resuena en nuestras conciencias, en nuestras ciudades, en nuestras Iglesias.
[Andrea Riccardi]
Traducción a cargo de la redacción