Homilía del cardenal Matteo Zuppi
Siento y sentimos una gran alegría y emoción hoy, porque venimos de muchos lugares distintos pero nos reunimos en un lazo que es espiritual, además de digital. ¡Y el primero hace que el segundo sea eficaz!
Esta tarde damos gracias al Señor por el don de la Comunidad. Nos hemos reunido saliendo de la dispersión, a pesar del distanciamiento. Dar gracias nos hace jóvenes, hace que descubramos una y otra vez algo que nunca dejamos de entender y que, como en Canaán, sentimos que siempre es el vino mejor. Esta Madre –y estamos en la Basílica dedicada a ella, fuente del aceite de la consolación y de la fuerza que nos ha unido–, que es un don de Dios, nos ha adoptado a todos sin ningún mérito y se nos confía a cada uno de nosotros. La Comunidad tiene muchos años pero es como el rostro de María, siempre joven. De hecho, es una experiencia siempre nueva, y aunque esté atravesada por muchas espadas, refleja siempre el amor de Jesús. Es un orgullo ser hijos de esta Madre y, por tanto, hermanos entre nosotros. ¡Y este orgullo nos libra de otros! ¡No, mi vida y nuestra vida realmente no habría sido la misma! Bendito es el día que la conocimos y bendito son todos los días que están acompañados –como ocurre– por el amor de Dios y sostenidos por la comunidad de hermanos y hermanas. Demos las gracias porque la luz de la Comunidad no solo no se ha debilitado, sino que representa luz que ilumina muchas tinieblas del mundo, cuyo nombre suscita esperanza en la desesperación, consuelo para los que están sumidos en la oscuridad del mal, alegría por su amor gratuito. Y la gratuidad genera gratuidad.
Lo hemos visto claramente durante la pandemia. La Comunidad siempre ha hecho frente a las pandemias, nunca ha pensado que estuviera sana y ha intentado curar a un mundo enfermo. No se ha cerrado en un mundo psicológico o en las inquietudes del bienestar; no ha mirado el mundo pensando ser diferente, condenando y contentándose con advertir con principios pero sin involucrar en el camino. La Comunidad ha sido una madre atenta, sabia, generosa, audaz y prudente, que ha tratado al mundo como fratelli tutti (hermanos todos), ejercitándose en el arte del encuentro que es el secreto de la vida. No se ha dejado atemorizar por el mal y no ha dejado que crezcan las raíces de amargura por las inevitables decepciones. Ha permanecido abierta a lo imprevisto, se ha indignado por la vida malgastada pero se ha mantenido atenta a construir con prudencia sobre la roca de la Palabra. Andrea no se ha contentado con encontrar algunas respuestas para él y para algunos amigos suyos, sino que no se ha resignado porque ha hecho suya el ansia del mundo, sin fronteras y nos ha llevado con inteligencia y pasión a la gran complejidad de la historia, ha intentado comprender las corrientes profundas para que el amor de Dios pueda llegar a ella. El Evangelio nos pide que nos hagamos todo a todos, hace que nos sintamos en casa en todas partes, que nos sintamos familiares de quien está lejos y de quien está cerca, que significa estar por los caminos del mundo.
La Comunidad no ha perdido el sueño de cambiar el mundo porque ve su sufrimiento y sabe que todo es posible para quien cree. Esta tarde rezamos por él, por Marco y por los que "trabajan entre vosotros", por quienes el apóstol nos invita a tener siempre consideración, respeto y amor, guardando todos responsablemente y personalmente el don santo de la comunión (1 Ts 5,12).
El Espíritu nos ha llamado a formar parte de este mosaico que representa, al igual que el mosaico que tenemos ante nuestros ojos, el sueño de Dios por el mundo. Mirando el mosaico pienso precisamente en todas nuestras comunidades y en cada una de las personas de nosotros, que está llamada a formar esta preciosa visión de nuestro presente y de nuestro futuro, sentada en el trono de la plenitud de la gloria, envuelta por la luz plena del oro con todas las estrellas, a cada una de las cuales llama por su nombre, porque nunca son anónimas, y a las que su madre abraza con un abrazo de ternura. El mosaico nos ayuda a comprender lo que ya somos a pesar de la debilidad y del pecado de cada uno de nosotros. Toda pequeña piedra, que por sí sola está perdida o no tiene significado ni valor, adquiere importancia y belleza porque es amada y reunida. Nadie se salva solo. Todos aquellos a los que el mundo condena a estar solos, que el mundo considera que no tienen valor, como los pobres, entran a formar parte de este mosaico nuestro. Esta luz es muy necesaria en la oscuridad de las pandemias que amenazan la vida, despiadadas como siempre es el mal. Cada piedra es importante, pero no sola –¿qué valor tendría?– sino junto a las demás. ¡Qué valioso es en un mundo tan fragmentado, étnico, que busca seguridad en los muros y en las fronteras, un mosaico como el nuestro, que incluye, que sabe representar de muchas maneras la humanidad que Dios ama! Hoy creo que lo comprendemos todos más, siempre con asombro por los dones que recibimos y somos. ¿De qué sirve tu color si no está al lado del de los demás? Es un mosaico de una gran humanidad que con el paso de los años crece y cuya imagen es cada vez más hermosa, clara, atractiva y luminosa. En él es más fácil y consolador para nosotros contemplar la otra parte de la comunidad que ya está en la plenitud del amor, nuestros hermanos y hermanas que nos han dejado y que nos reflejan la plenitud del amor de Dios. Los recordamos en esta fiesta que es de todos. Frente a la puerta de cada comunidad nuestra, por pequeña o grande que sea, sucede siempre lo que describe el Evangelio que hemos escuchado.
Toda la ciudad del mundo entero se reúne frente a la puerta de la comunidad. Llevamos el mundo en el corazón y el mundo encuentra un corazón en las comunidades, que regalan esperanza, luz, consolación y protección; en ellas todos son hermanos, incluso quien no tiene nombre ni importancia para el mundo. Nunca ha tenido la puerta cerrada y en la oración y el servicio ha tomado por la mano a la suegra de Pedro y ha tenido el mismo amor personal por la muchedumbre.
La puerta es la puerta de la compasión y de la oración. El amor hace que sintamos como nuestro el dolor del prójimo, del soplo que es la vida de muchos Jobs –¿en realidad no es así toda persona?–, que descubrimos que son nuestros hermanos y hermanas y que encuentran una casa, nuestra casa. ¿Cuántas personas experimentan que sus días son como los de un mercenario, obligados a vivir noches que se hacen larguísimas a la espera de una alba demasiado lejana e incierta? Mirando esta gran muchedumbre de pobres entendemos que es muy necesario anunciar el Evangelio ante todo con nuestra vida personal. Realmente, ay de nosotros si no comunicamos el Evangelio. Necesitamos trabajadores que generosamente se libren del mal. Entendemos la importancia de nuestra casa mirando a la muchedumbre que se agolpa siempre delante de ella.
Gracias, Señor, porque contemplamos los frutos de tu amor que hace nuevo lo que es viejo. Gracias, Señor, porque enseñas que es libre quien se hace siervo para que nadie se pierda.
"El Señor sana los corazones quebrantados, venda sus heridas. El Señor sostiene a los humildes, abate por tierra a los impíos".
Gracias, Señor, bendícenos y protégenos.