Homilía de Armand Puig (Rector del Ateneo Universitario Sant Pacià, Barcelona)
Apocalipsis 12, 10-12
"La voz de los santos en la tierra llega al corazón de Dios", canta nuestra comunidad en la oración de la tarde. El recuerdo de esta tarde nos acerca a aquel grito que salió de la boca de los pequeños y de los mansos que se han visto arrollados por el mal y por la muerte. La oscuridad del Viernes Santo volvió repentinamente el domingo pasado a aquel parque de Lahore, en Pakistán, lleno de cristianos que celebraban la fiesta de Pascua. No se trataba de los poderosos de este mundo, no eran los fuertes, los más capaces, los que dominan los pueblos. En aquel parque, tan parecido al jardín en el que Jesús se apareció a María y a las demás mujeres, había muchas mujeres con sus hijos que celebraban la paz del Cristo resucitado. Cristianos, pero también muchos musulmanes, estaban juntos en un lugar de vida y de sonrisas: un parque infantil en una ciudad donde viven juntas personas de confesiones religiosas distintas. De repente, un portador de muerte, destruyéndose a sí mismo, quiso llevarse por delante a muchas personas y interrumpió la alegría de la Pascua. La violencia es tan ciega que no necesita razones para estallar. Para dejarse dominar por la violencia no hay más que eliminar en uno mismo la humanidad, y entonces resulta más fácil y natural llevar a cabo toda locura. La violencia, hija del odio, está presente en muchos infiernos de este mundo donde los más débiles son atacados, heridos o asesinados, y donde los pobres son la imagen verdadera de Jesús crucificado. En aquel parque de Lahore muerte y resurrección de Jesús se encontraron en el cuerpo de muchos cristianos inocentes que eran como el Señor en su misterio de Pascua.
El mal es fuerte. El libro del Apocalipsis habla del "acusador" y le da el nombre que recibe en las Escrituras: "el diablo". De él se dice que "Apareció en el cielo un signo sorprendente". La violencia más malvada, la que surge de un corazón que no ve ni siente, se abatió sobre los cristianos y los musulmanes de Lahore de manera sorprendente. Familias musulmanas y cristianas habían llevado a sus hijos a aquel parque, donde compartían un espacio de paz en el centro de la ciudad. La fuerza del mal se desencadenó de manera desmesurada: afectó a todas aquellas personas, cristianos y musulmanes, unidas por la oración a un mismo Dios, atacando con violencia la gran fuerza de bien que se estaba manifestando allí, a través de personas que habían probado el amor del Señor Jesús. El odio y el amor, uno junto al otro, la arrogancia violenta y la mansedumbre, una cerca de la otra. La bondad molesta, el bien irrita, la misericordia es un desafío demasiado grande para aquellos que han perdido el alma y se han convertido en portadores de muerte. La mansedumbre de los cristianos de Pakistán, una pequeña minoría (aproximadamente el 1% de la población) obligada a sobrevivir en un contexto de gran dificultad, es un milagro de esta Pascua. Uno esperaría una respuesta de odio a un ataque tan duro. Esperaría una palabra dura contra aquellos que quieren una sociedad rígida, sin cristianos ni otras minoría. Pero la mansedumbre, mantenida contra toda esperanza, es el fundamento de la confianza de los cristianos de Pakistán en su lucha contra el mal de los portadores de muerte y contra la indiferencia de aquellos que se mantienen en silencio. Pero los mansos tienen la fuerza de Dios y la potencia de su Cristo. La mansedumbre es la fuerza de los débiles, como Shahbaz Bhatti, ministro de las minorías en Pakistán que fue asesinado hace unos años por los que no aceptaban las diferencias.
En el libro del Apocalipsis se afirma una esperanza: la victoria sobre el mal y sobre la muerte. Tras el terrible atentado de Lahore algunos podrían pensar que no hay esperanza, que la muerte de aquellos cristianos es un episodio más de una historia de sumisión a los poderes diabólicos de la división, de las tinieblas y de la muerte. Pero tras esta inolvidable Pascua de la misericordia y de la amistad, somos atraídos con fuerza hacia el sueño de la esperanza más bien que hacia la lamentación de un futuro lúgubre, tenemos la fuerza de hablar de la victoria del amor más bien que dar razón a los violentos. Es cierto que los portadores de muerte parece que dan cada vez más espacio al ensañamiento y a la crueldad. Pero los portadores de vida, entre los que están los cristianos que murieron en Lahore, son testigos de la Pascua y vencedores de la muerte. Se puede decir, con el libro del Apocalipsis, que "vencieron el mal gracias a la sangre del Cordero y al testimonio que dieron de palabra". Se trata de palabras proféticas que también se dirigen a nosotros hoy. El mal oscuro del terror utiliza a menudo, de manera absolutamente impropia, el nombre de la religión y el nombre de Dios. De ese modo se hace blasfemo: la blasfemia la profieren los que matan en nombre de Dios, no los que lo invocan con un corazón manso y pacífico. Nuestros hermanos muertos en Lahore habían celebrado la Pascua y se habían unido a Jesús, el Cordero que cargó con el pecado del mundo, incluso la violencia insensata y el odio desenfrenado. Entonces el mal se puede vencer porque Jesús murió como un hombre pobre y manso, que da la vida para que el mundo se llene de vida.
Los cristianos que murieron en Pakistán, en palabras del Apocalipsis, "no amaron su vida para evitar la muerte". Su mansedumbre les llevó a seguir los pasos de Jesús. Subieron con él a la cruz y bajaron con él a los infiernos de este mundo: infiernos de descartados, de violencia y de muerte. El hombre y la mujer mansos son un desafío para los portadores de muerte. De hecho, el portador de muerte termina con la misma muerte. La muerte, pues, tiene un límite: no puede ir más allá de ella misma, se bloquea cuando actúa. La mansedumbre, en cambio, tiene una fuerza que sobrepasa la muerte. Jesús es el manso y pobre que muere y resucita, venciendo la muerte gracias al inmenso amor de un Dios que no permite que su Hijo ni los que se han identificado con él permanezcan en la corrupción. Por eso hoy nuestra oración tiene un perfume de Pascua: “Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios”. Amén.