Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Sirácida 4,11-19
La sabiduría a sus hijos exalta,
y cuida de los que la buscan. El que la ama, ama la vida,
los que en su busca madrugan serán colmados de
contento. El que la posee tendrá gloria en herencia,
dondequiera que él entre, le bendecirá el Señor. Los que la sirven, rinden culto al Santo,
a los que la aman, los ama el Señor. El que la escucha, juzgará a las naciones,
el que la sigue, su tienda montará en seguro. Si se confía a ella, la poseerá en herencia,
y su posteridad seguirá poseyéndola. Pues, al principio, le llevará por recovecos,
miedo y pavor hará caer sobre él,
con su disciplina le atormentará
hasta que tenga confianza en su alma
y le pondrá a prueba con sus preceptos, mas luego le volverá al camino recto, le regocijará
y le revelará sus secretos. Que si él se descarría, le abandonará,
y le dejará a merced de su propia caída.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Nos encontramos ante una descripción del valor de la sabiduría y de los frutos que le proporciona a quien la busca con fidelidad. Sabiduría y Palabra de Dios van juntas en el Eclesiástico: buscar la una implica disponerse a escuchar la otra. Inmediatamente el autor indica el secreto de la sabiduría: "El que la ama, ama la vida". Por ello es necesario buscarla desde por la mañana, para poder vivir según sus dictámenes en lugar de según nosotros mismos, la continua tentación de cada uno, que fácilmente se convierte en maestro para sí mismo. Venerarla, escucharla, confiar en ella, son la invitación que se nos hace para poder vivir plenamente. Es necesaria para entender el tiempo en que vivimos, y también para conocernos a nosotros mismos. El autor sabe que adquirir la sabiduría que viene de Dios cuesta trabajo, conseguirla no es algo inmediato. Al inicio conduce "por caminos tortuosos", y "lo atormenta con su disciplina". Se trata de aceptar el esfuerzo de vivir según la sabiduría, la palabra que viene de Dios, que no siempre parece clara de inmediato, y que requiere "disciplina", un empeño que puede parecer incluso fastidioso. Pero después, una vez aceptada esa fatiga, la sabiduría alegra la vida, ayuda a discernir el mal y a avergonzarse del pecado. Existe una "vergüenza" que es la conciencia justa de uno mismo, del propio límite, y que conlleva "honor y gracia". Acojamos la riqueza de esta reflexión para que cada uno de nosotros acepte el esfuerzo de crecer en la escuela de la Palabra de Dios.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.