Jornada europea de recuerdo del Holocausto (Shoá). Leer más
Jornada europea de recuerdo del Holocausto (Shoá).
Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Hebreos 9,15.24-28
Por eso es mediador de una nueva Alianza; para que, interviniendo su muerte para remisión de las transgresiones de la primera Alianza, los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida. Pues no penetró Cristo en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro, y no para ofrecerse a sí mismo repetidas veces al modo como el Sumo Sacerdote entra cada año en el santuario con sangre ajena. Para ello habría tenido que sufrir muchas veces desde la creación del mundo. Sino que se ha manifestado ahora una sola vez, en la plenitud de los tiempos, para la destrucción del pecado mediante su sacrificio. Y del mismo modo que está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio, así también Cristo, después de haberse ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la multitud, se aparecerá por segunda vez sin relación ya con el pecado a los que le esperan para su salvación.
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Con el término "alianza" (testamento) el autor de la carta expresa el compromiso sólido -como se usa en la terminología jurídica- que Dios mismo adquiere con su pueblo. En este horizonte se percibe la muerte de Jesús: sucedida una vez por todas, muestra la validez perenne del pacto que Dios ha establecido. La cruz no se anula con la Pascua. Es más, toda la teología del autor de la carta tiende a representar el sacrificio de Cristo como un acontecimiento que dura eternamente y que actúa continuamente para la salvación. La muerte de Jesús es necesaria para nuestra salvación. En la aspersión del libro y del pueblo hecha con la sangre por Moisés en el Sinaí, el autor lee la figura de la muerte sobre la cruz. Podríamos deducir que también la "palabra del Evangelio" debería rociarse con la sangre. En definitiva, no se puede separar el Evangelio de la cruz: la muerte de Jesús no es una reparación necesaria para quitar los pecados, sino la lógica conclusión de un amor que lleva a dar la vida por la salvación de los demás. A través de su sacrificio, Jesús nos ha hecho entrar ya desde ahora en el santuario celeste. Por tanto, cuando en la carta se habla de realidades "celestes" no se indican realidades lejanas de nosotros, sino la Iglesia, la comunidad de creyentes entendida como una casa de oración, de fraternidad y de amor por los pobres. La unicidad del sacrificio de Cristo se aplica también a la Iglesia entendida como el lugar donde Cristo habita y se manifiesta. Por esto es la primicia de la salvación, en ella se realiza ya la unidad de los pueblos de la tierra, como afirma el Vaticano II: la Iglesia es signo e instrumento de la unidad del género humano. Hoy, 27 de enero, Jornada europea de recuerdo del Holocausto (Shoá), no podemos no recordar la violencia atroz a la que fueron sometidos millones de judíos en los campos de exterminio nazis y en tantos lugares donde fueron exterminados durante la segunda guerra mundial. Que esta jornada sea para todos un recuerdo indeleble y una advertencia contra el insurgente antisemitismo y toda forma de racismo: el desprecio es lo que conduce a la eliminación del otro.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.