Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Lucas 21,20-28
«Cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed entonces que se acerca su desolación. Entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes; y los que estén en medio de la ciudad, que se alejen; y los que estén en los campos, que no entren en ella; porque éstos son días de venganza, y se cumplirá todo cuanto está escrito. ¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos días! «Habrá, en efecto, una gran calamidad sobre la tierra, y Cólera contra este pueblo; y caerán a filo de espada, y serán llevados cautivos a todas las naciones, y Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles. «Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas, muriéndose los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo; porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación.»
Aleluya, aleluya, aleluya.
Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.
Aleluya, aleluya, aleluya.
El pasaje evangélico habla del destino de Jerusalén. Los evangelistas Mateo y Marcos anuncian solo el fin del templo, mientras que Lucas añade también la destrucción de la ciudad santa. La Iglesia nos hace escuchar este pasaje mientras está terminando el año litúrgico para ayudarnos a meditar sobre el fin de los tiempos. La Palabra de Dios nos revela el fin de nuestra vida: la Jerusalén del cielo. Nosotros caminamos por la Jerusalén terrenal mirando fijamente la ciudad del cielo donde el Señor nos espera para abrazarnos junto a todos los santos. La imagen de la Jerusalén celestial subraya que la salvación cristiana no se produce en el plano individual, sino comunitario. Sí, el Señor no nos salva uno a uno, individualmente, sino como comunidad, como pueblo, como -precisamente- ciudad. Para los cristianos, la salvación pasa por su compromiso con la sociedad de la que forman parte, con la ciudad en la que viven. La imagen evangélica de Jerusalén asediada y atacada nos lleva a pensar también en la situación de la actual Jerusalén, la ciudad de las tres religiones: judaísmo, cristianismo e islam. No podemos olvidarla; también son ciertas para nosotros las palabras del salmo: "Si me olvido de ti, Jerusalén... se pegue mi lengua al paladar" (Sal 137,5-6). Sus problemas son también los nuestros, y no debe cesar la oración para que vuelva a ser la "ciudad de la paz", como dice su mismo nombre. En ella entrevemos la Jerusalén celestial, donde todos los pueblos se reúnen alrededor del único Dios. Y el actual desorden del mundo, que el evangelista describe con lenguaje apocalíptico, pero que describe bien la "angustia de la gente", nos impulsa a los creyentes a "cobrar ánimo y levantar la cabeza" porque el Hijo del Hombre está cerca, y aún más, ha venido a vivir entre los hombres para que el mundo deje de estar bajo el yugo del mal y de la violencia. Él ha venido para indicar a todos el camino de la paz. A los creyentes el Señor nos confía la responsabilidad de mostrar al mundo la belleza y la fuerza del Evangelio del amor y de la paz.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.