Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Lucas 13,18-21
Decía, pues: «?A qué es semejante el Reino de Dios? ?A qué lo compararé? Es semejante a un grano de mostaza, que tomó un hombre y lo puso en su jardín, y creció hasta hacerse árbol, y las aves del cielo anidaron en sus ramas.» Dijo también: «?A qué compararé el Reino de Dios? Es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo.»
Aleluya, aleluya, aleluya.
He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Las dos brevísimas parábolas que nos trae esta página evangélica se comprenden mejor si las leemos en el contexto de las primeras comunidades cristianas que se preguntaban si era realmente posible inaugurar el reino de Dios solo con la mansedumbre y las palabras, en un mundo que oponía una fuerte resistencia al Evangelio. También nosotros nos preguntamos si el Evangelio es demasiado débil para cambiar un mundo que, por el contrario, parece ser mucho más fuerte. A estas objeciones antiguas y contemporáneas, Jesús contesta con estas dos pequeñas parábolas, la del grano de mostaza y la de la levadura en la masa. Como sabemos, el reino de Dios es el corazón de la predicación de Jesús, tal como nos muestran los sinópticos. Por una parte, está este mundo sometido a Satanás. Por otra parte, está el nuevo reino, el de Dios, que Jesús vino a inaugurar en la tierra. Ese es el sentido de las dos parábolas. El reino que Jesús vino a instaurar empieza no de manera poderosa y clamorosa, sino como una pequeña semilla, como un puñado de levadura. Evidentemente, es importante que la semilla penetre en la tierra y que la levadura se mezcle con la masa. Lucas destaca en la parábola la idea del desarrollo, del crecimiento continuo. La semilla, es decir, la predicación del Evangelio y la práctica del amor, dará lugar a un árbol grande y la levadura fermentará la masa de la sociedad y del mundo. Muchos podrán cobijarse a la sombra del árbol del amor y muchos podrán saciarse con el pan de la misericordia.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.