Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Lucas 7,31-35
«?Con quién, pues, compararé a los hombres de esta generación? Y ?a quién se parecen? Se parecen a los chiquillos que están sentados en la plaza y se gritan unos a otros diciendo: "Os hemos tocado la flauta,
y no habéis bailado,
os hemos entonando endechas,
y no habéis llorado." «Porque ha venido Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: "Demonio tiene." Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: "Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores." Y la Sabiduría se ha acreditado por todos sus hijos.»
Aleluya, aleluya, aleluya.
Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Jesús se pregunta: "?Con quién, compararé, pues, a los hombres de esta generación? Y ?a quién se parecen?". Dirigiéndose a los que le escuchaban continúa diciendo que son como aquellos niños que reaccionan de manera instintiva y egocéntrica. Lo que importa no es lo que ven y escuchan sino lo que sienten. Lo importante es su yo, y nada más. Dice: "Ha venido Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: "Demonio tiene". Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: "Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores"". El Evangelio nos libra de la esclavitud de nosotros mismos y nos da la capacidad de mirar más allá, de reconocer el designio de Dios para el mundo, de entender los "signos de los tiempos", aquellos signos que Dios inscribe en la historia de los hombres para que podamos dirigirla hacia el bien. Esta es la "sabiduría" que Dios ha venido a darnos: participar en su gran diseño de amor para el mundo. No podemos perder tiempo lamentándonos o irritándonos: ha llegado el momento de emplear nuestro tiempo y nuestras fuerzas para edificar el reino.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.