Lectura de la Palabra de Dios
Gloria a ti, oh Se?or, sea gloria a ti
Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.
Gloria a ti, oh Se?or, sea gloria a ti
Deuteronomio 4,1.5-9
Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las normas que yo os enseño para que las pongáis en práctica, a fin de que viváis y entréis a tomar posesión de la tierra que os da Yahveh, Dios de vuestros padres. Mira, como Yahveh mi Dios me ha mandado, yo os enseño preceptos y normas para que los pongáis en práctica en la tierra en la que vais a entrar para tomarla en posesión. Guardadlos y practicadlos, porque ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos que, cuando tengan noticia de todos estos preceptos, dirán: "Cierto que esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente." Y, en efecto, ?hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahveh nuestro Dios siempre que le invocamos? Y ?cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy? Pero ten cuidado y guárdate bien, no vayas o olvidarte de estas cosas que tus ojos han visto, ni dejes que se aparten de tu corazón en todos los días de tu vida; enséñaselas, por el contrario, a tus hijos y a los hijos de tus hijos.
Gloria a ti, oh Se?or, sea gloria a ti
Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.
Gloria a ti, oh Se?or, sea gloria a ti
El autor del libro del Deuteronomio, tras repasar algunos momentos del camino de Israel por el desierto, quiere que el pueblo tome conciencia de su vocación en el mundo, y comienza recordándole su primera tarea, escuchar al Señor: "Y ahora, Israel, escucha", dice Moisés a los israelitas. No es una simple exhortación moral. Para Israel la escucha de Dios es un requisito ineludible de la alianza. Dios desciende del cielo y habla a los israelitas para convertirlos en su pueblo. Y la garantía de la alianza es precisamente la decisión del Señor de seguir hablando a su pueblo, que permanece como tal en la medida en que continúe escuchando a su Señor. Y Dios, después de liberarlo de la esclavitud de Egipto, continúa guiándolo con su Palabra y haciéndolo victorioso entre las naciones. La Torá, la Ley, constituye el tesoro de la sabiduría de Israel, que lo convierte en testigo de Dios entre los hombres. Cada israelita deberá hacerse cargo de transmitir esta sabiduría de fe a las generaciones sucesivas para que la historia de la salvación pueda seguir inspirándolas. El corazón de esta página del Deuteronomio, que será como la columna vertebral de la historia de Israel, se encierra en esta afirmación de Moisés puesta en forma de pregunta: "?Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor nuestro Dios siempre que lo invocamos?" (v. 7). Sin embargo, la observancia de la ley -hoy al igual que entonces- es posible solo como libre respuesta a Dios, que nos ha elegido con amor y quiere unirnos a él y a su plan de salvación para el mundo.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.