Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Sirácida 5,1-8
En tus riquezas no te apoyes
ni digas: «Tengo bastante con ellas.» No te dejes arrastrar por tu deseo y tu fuerza
para seguir la pasión de tu corazón. No digas: «?Quién me domina a mí?»,
porque el Señor cierto que te castigará. No digas: «Pequé, y ?qué me ha pasado?»,
porque el Señor es paciente. Del perdón no te sientas tan seguro
que acumules pecado tras pecado. No digas: «Su compasión es grande,
él me perdonará la multitud de mis pecados.»
Porque en él hay misericordia, pero también hay cólera,
y en los pecadores se desahoga su furor. No te tardes en volver al Señor,
no lo difieras de un día para otro,
pues de pronto salta la ira del Señor,
y perecerás al tiempo del castigo. No te apoyes en riquezas injustas,
que de nada te servirán el día de la adversidad.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Hay en este pasaje una serie de mandatos en negativo. Es una de las formas más frecuentes en las que la Palabra de Dios, especialmente en los libros sapienciales, se dirige al lector. Así son a veces los mandamientos que encontramos en los textos legislativos del Pentateuco. El pasaje se abre con una invitación repetida también más adelante, que se refiere a las riquezas: "No te apoyes en tus riquezas". En el versículo 8 se convierte en "no confíes en riquezas injustas". A menudo la Biblia pone en guardia sobre confiar en la riqueza; Jesús mismo lo hará con sus discípulos, hasta el punto de decir en las Bienaventuranzas: "¡Ay de vosotros, los ricos!" (Lc 6,24). A la confianza en las riquezas va unido estrechamente el orgullo ("me basto yo solo"), que hace vivir seguros, con prepotencia, como amos de todo: "No digas: "?Quién puede dominarme?"". Se refiera a las ocasiones en que consideramos el pecado como algo normal, sin importancia, sin consecuencias: "No digas: "He pecado, y ?qué me ha pasado?"". Por tanto, también el perdón de Dios se da por descontado, una especie de salvoconducto que no exige nada. A veces uno se habitúa al pecado, siguiendo la costumbre de repetirse a uno mismo, o confiados en el "?qué podrá pasar?". El Sirácida, por el contrario, exhorta: "No tardes en convertirte al Señor, no lo dejes de un día para otro". Retrasar la conversión del corazón es una elección engañosa, pero por desgracia es muy fácil repetir que siempre hay tiempo. Cuando la Palabra de Dios interpela no se debe aplazar: renunciar al Señor, que nos ofrece la posibilidad de transfigurar nuestra vida, constituye un grave daño para nosotros mismos.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.