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Oración de la Santa Cruz
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Oración de la Santa Cruz

Recuerdo de Modesta, persona sin hogar a la que no auxiliaron y dejaron morir en 1983 en la estación romana de Termini porque estaba sucia. Con ella recordamos a todas las personas que mueren por las calles, sin casa y sin auxilio. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Oración de la Santa Cruz
Viernes 31 de enero

Recuerdo de Modesta, persona sin hogar a la que no auxiliaron y dejaron morir en 1983 en la estación romana de Termini porque estaba sucia. Con ella recordamos a todas las personas que mueren por las calles, sin casa y sin auxilio.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 10,32-39

Traed a la memoria los días pasados, en que después de ser iluminados, hubisteis de soportar un duro y doloroso combate, unas veces expuestos públicamente a ultrajes y tribulaciones; otras, haciéndoos solidarios de los que así eran tratados. Pues compartisteis los sufrimientos de los encarcelados; y os dejasteis despojar con alegría de vuestros bienes, conscientes de que poseíais una riqueza mejor y más duradera. No perdáis ahora vuestra confianza, que lleva consigo una gran recompensa. Necesitáis paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de Dios y conseguir así lo prometido. Pues todavía un poco, muy poco tiempo;
y el que ha de venir vendrá sin tardanza.
Mi justo vivirá por la fe;
mas si es cobarde, mi alma no se complacerá en él.
Pero nosotros no somos cobardes para perdición, sino creyentes para salvación del alma.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Comienza la tercera parte de la Carta a los Hebreos. El autor quiere exhortar a los cristianos a la constancia y a la perseverancia en la vida evangélica. Era un momento especialmente difícil para las comunidades de aquel tiempo, oprimidas por no pocas hostilidades. Evidentemente, se había producido alguna que otra cesión por parte de algunos, o bien su testimonio se había debilitado, quizá por un cristianismo vivido de forma más individualista y, por tanto, también menos significativo, menos profético. El autor recuerda a aquellos cristianos el fervor que tenían en el tiempo de su conversión, cuando afrontaban con valentía todo sacrificio con tal de dar testimonio del Evangelio. No solo no se echaban atrás ante las dificultades y los peligros, sino que los afrontaban juntos "con alegría". El autor les recuerda cuando estaban "expuestos públicamente a injurias y ultrajes" y vivían una profunda solidaridad entre ellos: "compartisteis los sufrimientos de los encarcelados; y os dejasteis despojar con alegría de vuestros bienes". La razón de esta valentía residía en la convicción de poseer "una riqueza mejor y más duradera". El autor nos exhorta a volver a descubrir la virtud de la constancia, es decir, a perseverar en el seguimiento del Evangelio y a no abandonar la parresía, esa confianza en Dios que representa la verdadera fuerza del creyente y que le permite mantenerse firme incluso en un mundo hostil al Evangelio. La pereza y el cansancio corren el riesgo de encerrarnos en el presente y de debilitar la espera de la venida del Señor. Sin la espera de un futuro nuevo se atenúa la necesidad de rezar y de comprometernos, al tiempo que se cede con facilidad al individualismo y a la mentalidad resignada y entristecida del mundo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.