Oración por la unidad de los cristianos. Recuerdo especial de las iglesias de la comunión anglicana. Leer más
Oración por la unidad de los cristianos. Recuerdo especial de las iglesias de la comunión anglicana.
Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Hebreos 6,10-20
Porque no es injusto Dios para olvidarse de vuestra labor y del amor que habéis mostrado hacia su nombre, con los servicios que habéis prestado y prestáis a los santos. Deseamos, no obstante, que cada uno de vosotros manifieste hasta el fin la misma diligencia para la plena realización de la esperanza, de forma que no os hagáis indolentes, sino más bien imitadores de aquellos que, mediante la fe y la perseverancia, heredan las promesas. Cuando Dios hizo la Promesa a Abraham, no teniendo a otro mayor por quien jurar, juró por sí mismo diciendo: ¡Sí!, te colmaré de bendiciones y te acrecentaré en gran manera. Y perseverando de esta manera, alcanzó la Promesa. Pues los hombres juran por uno superior y entre ellos el juramento es la garantía que pone fin a todo litigio. Por eso Dios, queriendo mostrar más plenamente a los herederos de la Promesa la inmutabilidad de su decisión, interpuso el juramento, para que, mediante dos cosas inmutables por las cuales es imposible que Dios mienta, nos veamos más poderosamente animados los que buscamos un refugio asiéndonos a la esperanza propuesta, que nosotros tenemos como segura y sólida ancla de nuestra alma, y que penetra hasta más allá del velo, adonde entró por nosotros como precursor Jesús, hecho, a semejanza de Melquisedec, Sumo Sacerdote para siempre.
Aleluya, aleluya, aleluya.
He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.
Aleluya, aleluya, aleluya.
El autor de la carta insiste en el juramento de Dios, ese acto solemne que Dios realizó ante Abrahán e Israel. Con ese juramento, Dios mismo se comprometía en fidelidad a realizar todo lo que había prometido, es decir, la salvación del pueblo que había elegido como "suyo". El juramento hecho con Abrahán era un acto solemne, establecido gratuitamente, inmutable. Nosotros los cristianos estamos inscritos en esta historia antigua que Jesús lleva a cumplimiento. No la elimina: la cumple en plenitud. Por esto en la carta se insiste en el lazo con Abrahán y con las promesas que el Señor hizo al patriarca. Aún más: a través de Abrahán, también Melquisedec se inserta en la historia de la salvación, aun no siendo judío. La carta sugiere que todos están invitados a introducir su vida, su historia, dentro de la que Dios está construyendo con Abrahán, que Jesús extiende a todos los pueblos. A veces se vive la tentación de considerarse únicos, irrepetibles, como si todo comenzara y acabara con nosotros, no importa si juntos o separados. Pero de esta forma se pierde la alegría de formar parte de una larga historia, la de Dios con toda la humanidad. Claro, esta historia nace con el pueblo de Israel, pero se "extiende" con Jesús y todos pueden, de maneras diversas, formar parte de ella. Hay una única historia de salvación, un único destino para los pueblos: llegar a la comunión con Dios que es Padre de todos. Judíos y cristianos custodian y sirven este misterio universal de salvación. Aferrémonos fuertemente "a la esperanza propuesta" para ser también nosotros portadores de las promesas de Dios, de su diseño de amor para todos los pueblos, de su presencia sobre todo allí donde el sufrimiento y el dolor marcan la existencia de los hombres y las mujeres.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.