Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Hebreos 3,7-14
Por eso, como dice el Espíritu Santo: Si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones como en la Querella, el día de la provocación en el desierto, donde me provocaron vuestros padres y me pusieron a prueba, aun después de haber visto mis obras durante cuarenta años. Por eso me irrité contra esa generación y dije: Andan siempre errados en su corazón; no conocieron mis caminos. Por eso juré en mi cólera: ¡No entrarán en mi descanso! ¡Mirad, hermanos!, que no haya en ninguno de vosotros un corazón maleado por la incredulidad que le haga apostatar de Dios vivo; antes bien, exhortaos mutuamente cada día mientras dure este hoy, para que ninguno de vosotros se endurezca seducido por el pecado. Pues hemos venido a ser partícipes de Cristo, a condición de que mantengamos firme hasta el fin la segura confianza del principio.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.
Aleluya, aleluya, aleluya.
El autor de la Carta nos pide no solo seguir escuchando su Palabra, sino que nos exhorta "unos a otros cada día mientras suene este hoy, para que ninguno de vosotros se endurezca seducido por el pecado". Hay una gran sabiduría pastoral en esta indicación: solo una fraternidad efectiva y cotidiana, por tanto, no casual ni extemporánea, garantiza a los creyentes ser discípulos fieles. El autor se dirige a toda la comunidad: todos los "hermanos" tienen la responsabilidad de estar atentos unos de otros, preocupándose sobre todo de los que ya no prestan atención a la voz de Dios. Todo discípulo está llamado a tener los ojos abiertos sobre su hermano para que no se pierda. Por esto a cada discípulo se le confía la paráclesis, es decir, el poder de consolar para impedir la esclerosis del corazón, ese endurecimiento que hace al hombre amargo, descontento y egocéntrico. En efecto, no es posible ser discípulos de Jesús por cuenta propia o separados de los hermanos: únicamente se es discípulo si se escucha juntos la Palabra de Dios. En la escucha común de la Escritura el mismo Espíritu Santo habla y edifica en un solo cuerpo a los que lo escuchan. La continuidad en la escucha convierte en discípulos a los que acogen en el corazón la Palabra que se siembra en ellos. Y el "hoy" que la Carta invoca es la vida cotidiana iluminada por el Evangelio. Así entramos en "el descanso" que el Señor concede a sus discípulos. Exhortarse unos a otros, sostenerse mutuamente y rezar juntos los unos por los otros, edifica la comunidad como familia de Dios donde el amor recíproco es la regla.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.