Fiesta del Cristo negro de Esquipulas, en Guatemala, venerado en toda América Central. Leer más
Fiesta del Cristo negro de Esquipulas, en Guatemala, venerado en toda América Central.
Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Hebreos 2,14-18
Por tanto, así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó él de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud. Porque, ciertamente, no se ocupa de los ángeles, sino de la descendencia de Abraham. Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo. Pues, habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Jesús no es solo un sacerdote ejemplar, es el "sumo sacerdote", el más grande porque "no es a los ángeles a quienes tiende una mano, sino a la descendencia de Abrahán". Se ha hecho cargo de los hombres, ha curado sus enfermedades, les ha acompañado en la fragilidad, ha consolado su corazón fatigado: es verdaderamente un "sumo sacerdote misericordioso". Ha querido "compartir la sangre y la carne" con los hombres, teniendo todo en común. Como los pobres, también él ha sufrido hambre y sed; como los perseguidos a causa de la justicia, también él ha sido insultado; como los presos también él ha sido encarcelado. Sí, "habiendo pasado él la prueba del sufrimiento, puede ayudar a los que la están pasando", escribe el autor de la carta. Crucificado inocente, Jesús ha hecho de la cruz el altar del sacrificio del que ha sido sumo sacerdote y víctima. Sobre la cruz ha llevado el pecado de los hombres, y, perdonando a quienes lo mataban, ha perdonado a toda la humanidad: se ha ofrecido en sacrificio con el fin de "expiar los pecados del pueblo". Es el misterio de un amor verdaderamente grande y sin límites: en vez de maldecir, Jesús crucificado hace de la cruz el lugar de bendición para todos. Desde este altar, Cristo sumo sacerdote actúa por cuenta del pueblo, perdona y propone a los hombres una ley diferente: no la de la venganza, sino la de la misericordia y el perdón. Jesús, semejante "en todo a sus hermanos", se hace partícipe de su mayor debilidad, la muerte. Seguimos dando gracias por este misterio de amor y sobre todo no cesamos de unirnos a quien ha bajado en medio de nosotros para hacernos partícipes de su misma vida.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.