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II después de Navidad
Primera Lectura
Sirácida 24,1-4.8-12
La sabiduría hace su propio elogio,
en medio de su pueblo, se gloría. En la asamblea del Altísimo abre su boca,
delante de su poder se gloría. «Yo salí de la boca del Altísimo,
y cubrí como niebla la tierra. Yo levanté mi tienda en las alturas,
y mi trono era una columna de nube. Entonces me dio orden el creador del universo,
el que me creó dio reposo a mi tienda,
y me dijo: "Pon tu tienda en Jacob,
entra en la heredad de Israel." Antes de los siglos, desde el principio, me creó,
y por los siglos subsistiré. En la Tienda Santa, en su presencia, he ejercido el ministerio,
así en Sión me he afirmado, en la ciudad amada me ha hecho él reposar ,
y en Jerusalén se halla mi poder. He arraigado en un pueblo glorioso,
en la porción del Señor, en su heredad.
Salmo responsorial
Salmo 147 (147, 12-20)
?Celebra a Yahveh, Jerusal?n,
alaba a tu Dios, Si?n!
Que ?l ha reforzado los cerrojos de tus puertas,
ha bendecido en ti a tus hijos;
pone paz en tu t?rmino,
te sacia con la flor del trigo.
El env?a a la tierra su mensaje,
a toda prisa corre su palabra;
como lana distribuye la nieve,
esparce la escarcha cual ceniza.
Arroja su hielo como migas de pan,
a su fr?o ?qui?n puede resistir?
Env?a su palabra y hace derretirse,
sopla su viento y corren las aguas.
El revela a Jacob su palabra,
sus preceptos y sus juicios a Israel:
no hizo tal con ninguna naci?n,
ni una sola sus juicios conoci?.
Segunda Lectura
Efesios 1,3-6.15-18
Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones
espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo,
para ser santos e inmaculados en su presencia, en el
amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo,
según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia
con la que nos agració en el Amado. Por eso, también yo, al tener noticia de vuestra fe en el Señor Jesús y de vuestra caridad para con todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros recordándoos en mis oraciones, para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos,
Lectura del Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya.
Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra
a los hombres de buena voluntad.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Juan 1,1-18
En el principio existía la Palabra
y la Palabra estaba con Dios,
y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella
y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida
y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la vencieron. Hubo un hombre, enviado por Dios:
se llamaba Juan. Este vino para un testimonio,
para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por él. No era él la luz,
sino quien debía dar testimonio de la luz. La Palabra era la luz verdadera
que ilumina a todo hombre
que viene a este mundo. En el mundo estaba,
y el mundo fue hecho por ella,
y el mundo no la conoció. Vino a su casa,
y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron
les dio poder de hacerse hijos de Dios,
a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre,
ni de deseo de hombre,
sino que nació de Dios. Y la Palabra se hizo carne,
y puso su Morada entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria,
gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y clama:
«Este era del que yo dije:
El que viene detrás de mí
se ha puesto delante de mí,
porque existía antes que yo.» Pues de su plenitud hemos recibido todos,
y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés;
la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás:
el Hijo único,
que está en el seno del Padre,
él lo ha contado.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Homil?a
En estos días podemos hacer nuestras las palabras del Prólogo de Juan: "hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad". Sí, también nosotros hemos visto la gloria de aquel niño. Hemos tenido que hacer un viaje como hicieron aquellos pastores. También lo hicieron María y José, que debieron dejar la casa de Nazaret e ir hasta Belén. Lo mismo los magos: se dejaron conducir por la estrella para llegar al niño y adorarlo.
Sin embargo, hay un viaje que nos precede: el de el mismo Hijo de Dios. Sí, mucho antes de que nosotros fuéramos hacia él, el Señor se ha puesto en camino para venir entre los hombres, llegando a una pequeña ciudad que no lo ha acogido y contentándose con un establo. La Palabra de Dios que hemos escuchado arroja una luz sobre este viaje del Señor que desciende hacia nosotros. Es un viaje apasionado, lleno de amor, todo en descenso, hacia abajo. No ha retenido nada para sí. Su única ambición es estar en medio de nosotros y salvarnos. El libro del Eclesiástico nos habla de la Sabiduría que sale "de la boca del Altísimo" y que lo sostiene todo. Así también el evangelista Juan en el Prólogo afirma que "en el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios ... Vino a los suyos ... y puso su Morada entre nosotros". El Eclesiástico nos recuerda la orden que Dios dio a la Sabiduría: "Pon tu tienda en Jacob, -le dijo el Señor- sea Israel tu heredad. ... y así -recuerda la Sabiduría- me establecí en Sion; en la ciudad amada me hizo descansar".
Y aquí estamos nosotros, gente, pequeña y modesta, débil y pecadora, los que Dios ha elegido haciéndonos un pueblo para que su Palabra habitase en medio de nosotros. La Iglesia es el santuario de la Palabra de Dios. Nosotros somos el lugar deseado por Dios, el final de su viaje, como escribe una vez más el Eclesiástico: "en la ciudad amada me hizo descansar, y en Jerusalén está mi poder. He arraigado en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad". Hemos sido edificados como pueblo por Dios mismo: Él nos ha elegido por gracia, y nos llama "ciudad amada", su "pueblo glorioso". El Señor es quien nos quiere "santos e inmaculados", es decir, "hijos", como Jesús.
Aquel niño está en el corazón de cada uno de nosotros que debe renacer. Este nuevo nacimiento se produce cada vez que acogemos la Palabra de Dios en nuestros corazones. Como escribe el evangelista Juan: "a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios ... los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre sino que nacieron de Dios". La Palabra de Dios está en la base de nuestra filiación y de nuestra fraternidad. Ella nos engendra a una vida nueva y se convierte en la fuerza que nos hace superar las fronteras del mal y nos hace testigos del amor y de la paz. ?Qué quiere decir dar el "poder de hacerse hijos de Dios"? Quiere decir que la Palabra nos hace hijos de Dios y miembros de este pueblo santo, un pueblo que se convierte para el mundo en el santuario del Evangelio. Y es un poder que engendra: quien es hijo del Evangelio, quien se deja engendrar por la Palabra de Dios, se vuelve a su vez capaz de engendrar a otros a la vida. Gregorio Magno decía que la Palabra crece en nosotros mientras la leemos. Y el crecimiento no es solo para nosotros mismos, sino para engendrar a otros a la fe.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.