Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Lucas 21,12-19
«Pero, antes de todo esto, os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y cárceles y llevándoos ante reyes y gobernadores por mi nombre; esto os sucederá para que deis testimonio. Proponed, pues, en vuestro corazón no preparar la defensa, porque yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados por padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros, y seréis odiados de todos por causa de mi nombre. Pero no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Leyendo esta página del Evangelio viene a la memoria lo que sigue pasando a principios de este siglo XXI: guerras, genocidios, violencias increíbles, hambre. Y todavía hoy continúan siendo asesinados los testimonios del Evangelio. ¡Parecen palabras escritas precisamente para nuestros días! El número de mártires, de todas las confesiones cristianas, y también de otras religiones, que se produjo en el siglo XX fue increíblemente elevado. Y también al inicio de este nuevo milenio continúan siendo asesinados violentamente cristianos que dan testimonio de su fe con valentía. Ellos están ante nuestros ojos como testigos de gran valor. Y nos confían una herencia de fe para que la guardemos y la imitemos. El mal, con su terrible y cruel violencia, pensó que los derrotaba, pero ellos con su sacrificio, con su sangre, con su resistencia al maligno, continúan ayudándonos a vencer el mal con el amor y la fidelidad al Señor. Es un mensaje que no pierde fuerza con el paso del tiempo: realmente no se pierde ni siquiera un solo cabello de su historia de amor. Su testimonio nos sumerge, junto a ellos, en este movimiento de amor que nos salva a nosotros y al mundo. El arzobispo Óscar Arnulfo Romero, en la homilía que pronunció ante el cadáver de un sacerdote asesinado por los escuadrones de la muerte, decía que el Señor nos pide a todos los cristianos que seamos mártires, es decir, que "demos la vida". A algunos, como a aquel sacerdote por el que celebraban el funeral, el Señor les pide que la den hasta la efusión de su sangre, pero en cualquier caso, nos pide a todos que la demos por el Evangelio y por los demás. Nosotros recibimos la vida no para guardarla para nosotros mismos y para nuestras cosas, sino para ofrecerla a favor de todos y especialmente para los pobres. El Señor nos acompaña del mismo modo que los acompañó a ellos y nos ayudará con su fuerza.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.