Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Lucas 18,1-8
Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer. «Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: "¡Hazme justicia contra mi adversario!" Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: "Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme."» Dijo, pues, el Señor: «Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, ?no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ?encontrará la fe sobre la tierra?»
Aleluya, aleluya, aleluya.
Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.
Aleluya, aleluya, aleluya.
La primera vez que el evangelista narra las enseñanzas de Jesús sobre la oración es cuando les da el "padrenuestro" (11,1-13). Ahora -es la segunda vez que habla de ello a los discípulos- destaca que es "preciso orar siempre sin desfallecer". No solo deben orar "siempre", sino que deben hacerlo "sin desfallecer". Muchas veces sentimos el peligro de desanimarnos o de abatirnos ante peticiones que no vemos atendidas. Y para reforzar esta afirmación narra la parábola de una pobre viuda que pide justicia a un juez. Ella, símbolo de la impotencia de los débiles en una sociedad como la de la época de Jesús, con su insistencia al juez inicuo y duro de corazón, finalmente obtiene justicia. Es una escena que choca por su realismo. Pero sobre todo es extraordinario su significado aplicado a nuestra oración al Padre que está en los cielos. Si aquel juez tan duro atendió a aquella pobre viuda, parece decir Jesús, ?acaso no os escuchará más vuestro Padre del cielo, que no solo es justo sino que tiene un corazón grande y misericordioso? El Evangelio quiere convencernos de cualquier modo de la fuerza y de la potencia de la oración: cuando esta es insistente se podría decir que obliga a Dios a intervenir. La oración es la primera obra que el discípulo está llamado a llevar a cabo; podríamos decir que es el primer trabajo que debe llevar a cabo porque con la oración se hace realidad la intervención de Dios en la vida y en la historia. Por eso, como pasa con cualquier trabajo, también la oración requiere continuidad y perseverancia. Sí, la oración no es un trabajo espontáneo, una tarea para hacer de vez en cuando. La continuidad en la oración garantiza la intervención de Dios. Efectivamente, la fuerza más grande del cristiano está precisamente en la oración. Frente a dicha afirmación, Jesús se pregunta con seriedad: "Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ?encontrará la fe sobre la tierra?". Es una pregunta que cuestiona de manera seria a cada discípulo y a las comunidades. El Hijo del hombre continúa viniendo a la tierra, también hoy. ?Qué es de nuestra oración? Dichosos nosotros si el Señor nos encuentra vigilantes, es decir, perseverantes en la oración.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.