ÓSCAR ARNULFO ROMERO

Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, fue un símbolo. Poco después de su asesinato ya lo llamaban "San Romero de las Américas". Fue asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la misa. Su asesinato fue impulsado por los militares de acuerdo con la brutal oligarquía económica de El Salvador.

En América Latina muchos se identificaban con el obispo asesinado, que era amigo de los pobres y había resistido al poder militar y económico. Romero había hablado claro contra los homicidios del ejército y de los paramilitares, aunque no había hecho menos con la guerrilla marxista. Era el referente del pobre pueblo de El Salvador, rehén de la guerra civil: "Hay mucha violencia, hay mucho odio, hay mucho egoísmo", había predicado. "Cada uno cree tener la verdad y echa la culpa de los males al otro".

Buscaba la paz en el diálogo. Pero también sabía ser fuerte y directo, como cuando "ordenó" a los soldados que no mataran, poniéndose en contra de la jerarquía militar. Su presencia impedía que la derecha se justificara con las razones del anticomunismo y de la religión.
Tras su muerte, la figura de Romero creció, y atrajo la atención del mundo sobre el drama salvadoreño. Romero fue asesinado como un mártir: no abandonó el país para salvar su vida, como le habían aconsejado. Venerado por la gente pobre, se convirtió en un héroe revolucionario para la izquierda, pero fue una figura inquietante para la derecha. En la Iglesia latinoamericana había obispos que eran contrarios a su beatificación, porque tenían miedo que se canonizara la teología de la liberación. Pocos obispos remaron en otra dirección.

Alrededor de Romero no solo había posturas encontradas, sino también niebla: era mejor dejar pasar todo aquello, pensaban también los que no le eran hostiles. Pero reconstruir su historia ha tenido una función importante. Lo hizo con seriedad el historiador Roberto Morozzo en un libro valiente: Primero Dios. Vida de Óscar Romero, en el que situó su figura en la compleja historia de El Salvador y de la Iglesia. Fue un texto muy apreciado en Centroamérica, como se vio en los debates que hubo durante su beatificación, en mayo de 2005. Así lo reconoció también Benedicto XVI en su viaje a Brasil.
Juan Pablo II, por su parte, sentía una ambivalencia ante Romero: no le gustaban las divisiones entre los obispos salvadoreños (casi todos contrarios al arzobispo) y temía que hubiera instrumentalizaciones políticas; pero respetaba el martirio. En 2000, para la celebración del recuerdo de los mártires del siglo XX, ante mi objeción sobre por qué no se recordaba a Romero, respondió: "Dicen que es un símbolo de la izquierda". Pero posteriormente lo incluyó entre los recordados, y habló de él calificándolo de "inolvidable arzobispo de San Salvador".
Tal vez recordaba el episodio que él mismo vivió años atrás cuando, estando de visita en San Salvador, quiso ir al sepulcro de Romero contra el parecer del Gobierno y tuvo que esperar un buen rato delante de las puertas cerradas de la catedral. Cuando finalmente pudo entrar, tendió sus manos sobre la tumba y afirmó: «¡Romero es nuestro!».
El cardenal Bergoglio percibía la densidad de la figura de aquel mártir. Cuando estaba a punto de llegar a la edad de retirarse, le confesó a un salvadoreño: "Si yo fuera Papa, Romero sería santo". Aquella premisa se produjo –imprevisiblemente– y Francisco proclamó beato a Romero en un clima pacificado, basándose en un serio proceso histórico y en el martirio. Con Romero empieza el reconocimiento de los numerosos mártires asesinados durante los terribles años de violencia en América Latina.