Ap 9,1-12
Queridos hermanos y hermanas,
Anoche sonó la trompeta y el ángel abrió con la llave el pozo del abismo. Salió mucho humo, como el de las armas o los misiles, pero también como el de la desinformación en tiempo de guerra. Del humo salen langostas que atormentan a los hombres. Parecen caballos de guerra, tienen dientes de león, corazas de hierro como tanques o instrumentos de guerra. Los guía el ángel del abismo, 'perdición' en hebreo, 'exterminio' en griego.
Sí, anoche se abrió el abismo de las armas, de los combates en Ucrania. Sentimos un gran abatimiento. Esta guerra se abate sobre un pueblo grande e inerme. Creo que es la mayor guerra sobre suelo europeo desde 1945, al menos por el tamaño del país en el que se produce y porque uno de sus protagonistas es una superpotencia. Hasta ayer por la noche, éramos libres de pedir la paz. Tenía razón un papa, Pío XII, a las puertas de la guerra, cuando decía: "Con la paz no se pierde nada. Con la guerra se puede perder todo. Que los hombres se vuelvan a entender. Que vuelvan a negociar". Hoy, con la guerra, somos esclavos de un destino en manos de muy pocos, y también del azar. Como decía Juan Pablo II, la guerra es una aventura sin retorno. No se sabe adónde va y pone en marcha mecanismos que pueden volverse incontrolables.
Sentimos un gran dolor. Ante todo, por quien sufre, huye o ha caído, por los jóvenes cuya vida corre peligro. Por nuestras hermanas, nuestros hermanos, nuestros pobres de Ucrania. Y también por una paz desperdiciada. Era la paz que soñaron en los combates de la Segunda Guerra Mundial, en los campos de concentración alemanes, en los gulags antes y después de 1945. ¡Cuánta gente soñó la paz! ¡Y con cuánto sufrimiento! En 1989, cuando cayó el muro de Berlín, parecía que había llegado el momento en el que la gran paz ocuparía el lugar de la guerra fría. Iba a empezar un siglo de paz. Al menos en Europa, donde se había llevado a cabo una parte importante de la Segunda Guerra Mundial; donde, en las llanuras polacas, bielorrusas y ucranianas fueron exterminados un gran número de judíos; donde murieron muchos civiles inocentes por culpa del hambre y la violencia; donde muchos soldados se habían dado muerte unos a otros.
No hemos sido capaces de construir la paz. Ante todo –y cuántas veces lo hemos dicho– se ha vuelto a considerar la guerra como un instrumento válido para solucionar los conflictos. Veíamos llegar el peligro desde lejos, porque –una tras otra– iban cayendo las resistencias a la guerra y se normalizaba el uso de las armas. Ha proseguido la carrera armamentística. El lenguaje entre gobiernos se ha vuelto agresivo. Ha crecido el nacionalismo, que en cada país tiene características distintas, pero que siempre hace pensar que el otro es un usurpador y yo una víctima. Se ha intentado lograr el interés propio y no la paz de todos. ¡Y hemos perdido!
Hemos visto que hombres y mujeres pequeños, que ocupan cargos de responsabilidad son incapaces de pensar de manera global, de negociar, de salvar la paz. No hemos aprendido de la historia de dolor, y hemos creado un mundo viejo, como el pasado. Es muy peligroso.
Después de más de medio siglo de ecumenismo, los cristianos –no solo en Ucrania sino en todas partes– están divididos, y por eso son irrelevantes. Ya en la Primera Guerra Mundial, los padres del ecumenismo vieron que la división de los cristianos favorecía la guerra, y por eso hicieron esfuerzos por la unidad. Atenágoras de Constantinopla, que creció en el territorio ensangrentado de los Balcanes de principios de siglo, decía: "Iglesias hermanas, pueblos hermanos". Pero un ecumenismo de salón, ignorando que el problema es la historia y la paz, y no las cortesías eclesiásticas o las visitas entre primos, fue motivo de burla para los nacionalismos. El cuerpo de Cristo está herido por una guerra entre pueblos hermanos, que nacieron del bautismo en el río Diéper de Kiev. Tras cismas eclesiásticos, llegó la guerra entre hermanos. La guerra es un fratricidio. También esta guerra.
Ninguna Iglesia europea puede afirmar que es ajena a la responsabilidad de la paz: ¿a qué jugábamos, cuando había cielos amenazadores de guerra? La Iglesia no debe jugar, sino hacer realidad la profecía de la paz, como aquellos que recibieron el sello y ganaron la guerra, pagándolo con la generosidad y la vida.
Esta, para los cristianos, para los gobiernos, para el ruso y el ucraniano, es la hora del luto: por motivos distintos, por responsabilidades distintas, pero un único luto. ¿Tenemos que resignarnos a la guerra? No, no lo haremos, porque viene del abismo del mal, porque atormenta a los hombres y a las mujeres. En estos momentos de impotencia, nuestro rechazo a la guerra se convierte en oración a aquel que se ríe de los poderosos de la tierra, que se sienta en el trono de la historia; se convierte en oración para pedir que termine esta guerra. La invocación es la protesta de los pobres ucranianos. Algunos huyen de las ciudades. Otros se cierran en casa. Quizás quedan algunos ancianos que todavía recuerdan la Segunda Guerra Mundial. Los niños no deberían haber vivido jamás esta experiencia. La guerra no solo es inmoral, sino que es diabólica.
El gran fresco del Apocalipsis nos dice que la guerra tiene un límite: cinco meses. ¡Que se acorte el tiempo de la guerra! Señor, te pedimos que nos escuches. Con fe e insistencia, te pedimos por nuestros hermanos y hermanas, por los pobres, por todos.
Estos días, frente al icono de la Madre de Dios, frente al Señor, rey de la historia, queremos elevar nuestra pobre invocación, como muestra de confianza en aquel que protege la paz, en aquel que es la sabiduría en un mundo de necios, en aquel que mira a los pequeños, a los niños, a los pobres, a los ancianos, que sufren la guerra.
¡Señor, escúchanos!