Poner a los ancianos en el corazón de la familia, de la comunidad o de la sociedad es el inicio de un cambio humano radical

Para el día dedicado a los ancianos, un extracto del prólogo que Andrea Riccardi escribió para el libro "Los ancianos y la Biblia"

Prólogo de Andrea Riccardi al libro "Los ancianos y la Biblia" (ed. San Pablo, 2021)

 

El número de ancianos ha crecido y también ha aumentado su edad media. Es un antiguo sueño de la humanidad hecho realidad: vivir durante mucho tiempo, alejar las fronteras de la muerte lo más posible. En definitiva, es una verdadera «bendición» para nuestros días y para una multitud de mujeres y hombres que avanzan con los años y no fallecen pronto, como las generaciones precedentes. Pero no podemos ocultar una paradoja: esta bendición se ha convertido en una «maldición» en algunos casos. Los ancianos no han encontrado un lugar en nuestra sociedad, que es estructuralmente hostil para ellos. Es un problema grave para las personas mayores, incluso a veces una tragedia para muchas de ellas, precisamente en la edad de la debilidad. Se trata de un tema difícil para muchas familias. Es un problema social generalizado. A menudo los años de la vejez son un tiempo de sufrimiento y de marginación: lamentablemente, es un tiempo «desaprovechado» y, por lo tanto, no es una bendición.

Sobre todo, cabe señalar que ha habido una falta de reflexión ante la verdadera revolución que se ha producido en nuestras sociedades en las últimas décadas: la presencia masiva de ancianos, muchos más que en toda la historia de la humanidad. No se habla ni se debate mucho al respecto. Sin embargo, es uno de los «signos de los tiempos» más evidentes, frente al cual quedan pocas dudas. Respondemos de forma práctica, caso por caso, a esta presencia cada vez más numerosa: recurrimos a soluciones coyunturales o de emergencia. Pero nos hemos alejado de la cuestión real: ¿Qué significa una sociedad para todos, en la que los ancianos tengan también su propio espacio? ¿Cuáles son las características de una sociedad donde hay muchas personas mayores?

También ha sucedido en la propia Iglesia, a pesar de que los ancianos representan una gran parte de los fieles, se les ha prestado poca atención. La pastoral ha mirado a los jóvenes, viendo en ellos el futuro. Los ancianos solían ser los «usuarios» seguros, sobre los que no era necesario cuestionarse y que quizás ni siquiera tuvieran que ser escuchados atentamente. Han llenado la mayoría de las iglesias. Incluso en la vida eclesial, los ancianos representaban una parte fija de los fieles, los que aseguraban una asistencia estable, pero en la que básicamente había poco que sembrar, no estaban en el centro de la pastoral. No han sido un signo para la comunidad eclesial. ¡Es una lástima!, porque su extensa vida representa verdaderamente un signo para la Iglesia y para la sociedad de hoy.

En realidad, los ancianos, con su larga vida, han encarnado durante años el futuro de la Iglesia. Han contribuido de manera decisiva al voluntariado o al servicio en la vida eclesial. El pueblo cristiano también es, en gran medida, un pueblo de ancianos. No es triste decirlo, pero es un hecho real que hay que comparar: el don de una larga vida y la participación constante en la comunidad eclesial son algo significativo. Los ancianos pueden comunicar la fe a las generaciones más jóvenes, siempre, claro está, que se integren en una dinámica de esperanza y se sitúen en el centro de la vida eclesial.

La Iglesia a menudo se ha «contagiado» de la misma mentalidad de la sociedad: los ancianos, aunque numerosos, han sido considerados un residuo marginal, un problema a gestionar, una reliquia del pasado o, como mucho, un hecho privado y no un signo. En realidad, la grave pandemia del COV1D-19, con la muerte de muchos mayores, ha planteado brutalmente el problema de los ancianos y la seria cuestión de su institucionalización: la mitad de las muertes por coronavirus ocurrieron en instituciones y en su mayoría fueron ancianos. ¿Esto no nos interroga sobre el espacio que ocupan las personas mayores en la ciudad de los hombres y mujeres?

Uno no puede apartar la vista de un «pueblo» de ancianos que muchas veces sufre. Hay que reconocer la bendición de una larga vida, ya no reservada solo para algunos individuos excepcionales, sino generalizada para muchos. Giorgio La Pira escribió: «Hay dos libros sagrados para leer: el tiempo presente, con sus movimientos, sus recovecos –“historiografía de la profundidad”–. El otro libro para leer es la Biblia, el libro que contiene la clave para la interpretación histórica. No se entiende nada sin él».

Cualquiera que lea el libro de la historia de hoy se encuentra con un gran número de personas mayores: un fenómeno nuevo al que debe darse un significado. Por eso se remite al otro libro: la Biblia. ¿Quiénes son los ancianos en la Biblia? ¿Qué dice el mensaje bíblico sobre la bendición de una vida larga o la relación entre jóvenes y ancianos? Este es, pues, el sentido de este libro, sobre las personas «ancianas» de la Biblia, en su relación con la vida y con los jóvenes, fruto de una experiencia de décadas de amistad con los ancianos que nos ha llevado a interrogar a la Biblia sobre los «mayores».

Aquí me gustaría recordar que la Comunidad de San Egidio, desde hace varias décadas, ha captado esta nueva realidad de la presencia de los mayores en la sociedad, creando cercanía y –me gustaría decirlo– una alianza que pasa de generación en generación y une a jóvenes y mayores. A través de esta proximidad se descubrió el valor de las personas mayores en la vida eclesial, pero también en las relaciones humanas: las personas mayores tienen mucho que decir y pueden representar una realidad significativa. Así, se han captado los dolores de los ancianos, los de la vejez, así como los de la soledad, especialmente de quienes, desarraigados de su entorno y de su hogar, se ven obligados a vivir en instituciones. Se podría decir que ha sido una historia que propició la creación de estrechas relaciones entre ancianos, jóvenes y otras generaciones, incluso donde no existían.

No se puede entender el tiempo presente sin leer la Biblia, afirmaba radicalmente La Pira. Esta afirmación representa un ancla segura para quienes tratan de comprender nuestro tiempo y discernir los caminos del futuro. Por supuesto, en la época de los autores bíblicos, la situación de los ancianos era diferente: eran pocos y la vida era breve, como ocurría hasta hace poco en las sociedades africanas; tanto es así que podría repetirse el refrán: «Cuando un anciano muere es como si se quemara una biblioteca». Así, en estas sociedades, había respeto por los ancianos, porque eran pocos, y se les consideraba sabios porque habían vivido mucho, tenían experiencia del mundo y de los ciclos de la naturaleza.

En las páginas del Génesis se recoge la larga vida de los patriarcas bíblicos y de otros personajes. Murieron a una edad que parece inconmensurable incluso hoy, pero sobre todo para entonces. No se trata tanto de hablar sobre si era real o no la edad de estas figuras ni de calcular los años. Hay un mensaje bíblico claro: una vida larga es una bendición de Dios, es un mensaje que muchas culturas compartieron hasta hace poco. Pero luego vemos cómo, en la Biblia, la edad ya no alcanza un nivel tan alto, como si el mal hubiera empezado a desgastar los años de los hombres. No estoy diciendo que hoy volvamos a vivir 175 años como Abrahán, pero ¿no es la larga vida de tantas personas una bendición asombrosa?

Ya he dicho que, durante siglos o milenios, en diferentes culturas, el anciano ha sido considerado una figura particular. Hoy es diferente: los ancianos son muchos. Incluso en África. Así, ante una «inflación» del número de ancianos y ante diferentes y rápidos sistemas de transmisión del conocimiento, los ancianos no son valorados. Su «sabiduría» no es útil. Y además, el elevado número de personas mayores plantea problemas prácticos para las familias y las instituciones.

Las condiciones de vida de las personas mayores, en sociedades donde no existen sistemas de seguridad social y de pensiones, son muy difíciles. Y aquí vemos la diferencia cualitativa de los países que gozan de un sistema de pensiones. Además, en todas las sociedades, los ancianos son la parte más débil, luchan por hacerse oír y muchas veces tienen que someterse a la voluntad de los más jóvenes o aceptar el espacio que se les concede. Los ancianos, para vivir, necesitan más que otros: hay una dependencia de los demás que crece con los años, mientras su autonomía disminuye. Y la dependencia, en nuestra sociedad global y rápida, no es una condición positiva.

La lectura de la Biblia ayuda a comprender mejor el valor de los ancianos: cómo estos forman una parte significativa de la historia humana y religiosa, cuando la mirada de Dios se posa en ellos y su plan de salvación los convierte en actores notables y significativos también para nuestro tiempo. Hay que estar agradecidos a los autores de esta obra: han interrogado a la Biblia, no para edificar o encontrar respuestas sociales a un problema, por grave que sea, sino para ampliar la mirada ante una nueva visión de la sociedad. La convicción que recorre estas páginas es la que expresa el salmista: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119,105).

Este libro, fruto de la investigación y la meditación de varios autores (siempre cerca de la realidad humana del anciano), muestra quiénes son los ancianos ante Dios y en su historia entre los hombres. La lectura de estas páginas arroja una luz diferente sobre el rostro de las personas mayores e induce a considerarlas de una manera renovada. También se descubre, silenciosamente pero con convicción, que una renovación de la visión de nuestra sociedad necesita más luz y más espíritu, porque no puede reducirse solo a una lógica productiva o económica. Esto se puede ver precisamente en el caso de los ancianos.

¡Qué gran error despreciarlos o marginarlos! Esta es una lección que se puede aprender: la marginación de las personas mayores construye nuestra sociedad sobre arena. No valorar la vida de los ancianos es uno de los primeros errores de nuestra sociedad de lo útil y productivo. Hablar con los ancianos y vivir con ellos –lo muestra la Biblia– es una gran experiencia regeneradora de fe y de humanidad. No hay historia de Dios con los hombres y las mujeres sin los ancianos: pensemos en la figura de Abrahán, el amigo de Dios. No hay profecía sin ancianos, hasta en las primeras páginas de los evangelios con Simeón y Ana. 

Los «ancianos bíblicos», de diferentes formas, han tenido un protagonismo en la historia por su fe y su humanidad. No es solo un hecho remoto, sino también una historia que debemos escribir en nuestro tiempo, si queremos que nuestras sociedades sean humanas y que nuestras comunidades eclesiales no se replieguen sobre sí mismas. La luz de la palabra de Dios ilumina un nuevo camino, todavía en parte por realizar.

El papa Benedicto XVI, visitando en 2012 la Casa- Familia para ancianos de la Comunidad de San Egidio, en vísperas de su renuncia, lanzó la propuesta para una nueva percepción de los ancianos, que lamentablemente no fue aceptada, en parte porque su pontificado terminó poco tiempo después. Pero es significativo que fuera la propuesta de un anciano. Él dijo:

«En la Biblia se considera la longevidad una bendición de Dios; hoy esta bendición se ha difundido y debe verse como un don que hay que apreciar y valorar. Sin embargo a menudo la sociedad, dominada por la lógica de la eficiencia y del beneficio, no lo acoge como tal; es más, frecuentemente lo rechaza, considerando a los ancianos como no productivos, inútiles. Muchas veces se percibe el sufrimiento de quien está marginado, vive lejos de su propia casa o se halla en soledad. Pienso que se debería actuar con mayor empeño, empezando por las familias y las instituciones públicas, para que los ancianos puedan quedarse en sus propias casas. La sabiduría de vida de la que somos portadores es una gran riqueza. La calidad de una sociedad, quisiera decir de una civilización, se juzga también por cómo se trata a los ancianos y por el lugar que se les reserva en la vida en común. Quien da espacio a los ancianos hace espacio a la vida. Quien acoge a los ancianos acoge la vida». 

La propuesta es: mantener a las personas mayores el mayor tiempo posible en sus hogares. Es cierto: quien da cabida a los ancianos da cabida a la vida, al menos a una forma auténtica de concebir la vida. Y el trato a los ancianos en un entorno o en un país pone de relieve inmediatamente su nivel de «civilización». Es un concepto importante, en el que incluso el papa Francisco ha insistido: una sociedad muestra el nivel de su civilización por la forma en que trata y acoge a los ancianos. Y debemos decir que este nivel a menudo está cayendo en demasiados países. Así que volvamos a partir del valor de su vida, para preguntarnos cómo acogerlos e integrarlos. Será un proceso gradual que conducirá a una revolución en nuestras sociedades. Si llevamos a cabo una «revolución», poniendo a las personas mayores en el centro, más en el centro, daremos un paso decisivo hacia la humanización de nuestras ciudades y de nuestras comunidades. Y será bueno para todos.

La Biblia ayuda a entender mejor el espacio de los ancianos en las comunidades cristianas y en la vida social. Revela sobre todo que la vida de los ancianos es preciosa a los ojos de Dios. Las figuras bíblicas que se evocan en este libro acompañan un camino de recuperación de la amistad con los ancianos y de su integración en la comunidad. Hay necesidad de ternura y delicadeza, porque las personas mayores muchas veces son frágiles y no se imponen a los demás. A veces han sido humillados con un proceso de marginación. No basta con decir que es ley de vida. Hay duras leyes de la vida que pueden corregirse e incluso revertirse.

A menudo, los ancianos se encuentran en condiciones de dolor y pobreza. Incluso los ricos viven con frecuencia en la escasez: la de las relaciones humanas y, sobre todo, la de la esperanza. Y sienten una sensación generalizada de irrelevancia, es decir, que su vida no cuenta para nada a los ojos de los demás y que ya sirve para poco. La cercanía humana a menudo puede revertir este sentimiento, porque la proximidad es la gran medicina que todos, mujeres y hombres, jóvenes y mayores, pueden dar a quienes están cerca. La proximidad es quizás la mejor medicina de la humanidad.

Leyendo los relatos bíblicos que recoge este libro, se encuentra «la clave de la interpretación histórica» de un pasado, como el nuestro, rico en presencias y recursos, representado por los ancianos. La larga vida no es solo algo difícil de manejar para las familias o la sociedad, sino una «bendición» para todos. Quizás hayamos perdido parcialmente el sentido de la «bendición», pero la Biblia nos ayuda a recuperarlo. La visión de la fe contrasta radicalmente con la visión actual de la vejez, como una triste supervivencia a la que la condena a la inutilidad o la eutanasia pueden ser dos soluciones.

Desde el punto de vista de la fe, el anciano es una riqueza, no porque sea fruto de una cultura arcaica, sino porque se nutre de un sentido diferente de la vida. Y es un sentido de la vida que irradia y se extiende a todas las etapas de la vida.

Después de todo, una larga vida es una victoria para la humanidad. La calidad de la existencia humana, el cuidado, el progreso científico han hecho realidad el antiguo sueño de la humanidad: vivir durante mucho tiempo y vencer -aunque sea relativamente- la muerte. Significa también curar muchas enfermedades que en los evangelios aparecen como la sombra del dominio de la muerte que avanza, incluso cuando los años no son tantos. Normalmente, en la época de los evangelios, la enfermedad traía consigo la condena de la muerte. Lamentablemente, el aumento del 

número de ancianos, fruto del progreso y de la solidaridad social, a menudo solo muestra las dificultades.

No ocultemos los problemas. Son los económicos y los de la convivencia. En familias cada vez más pequeñas, hay poco espacio para los ancianos. La edad avanzada requiere asistencia y ayudas para vivir de manera digna. Los convivientes menos ancianos suelen estar ocupados. Hay que buscar caminos de solución, iluminados por una convicción: la vejez es una clara victoria para la vida, para tomar conciencia de esta etapa como un elemento positivo, incluso para la existencia humana en general. La humanidad se puede combinar con soluciones creativas.

Este libro trata de considerar todo esto a la luz de la palabra de Dios. Es un itinerario para mirar desde las dificultades concretas, que también existen y deben ser afrontadas, para disfrutar de una «victoria» de nuestro tiempo: es la bendición de los ancianos de hoy y de los que lo serán mañana. La bendición es tener un pueblo de ancianos en nuestras sociedades, presentes en nuestras familias y en nuestras comunidades, amigos de los más jóvenes y de los niños. También es un canto de alegría: ¡vivimos más! Nunca había ocurrido en la historia de la humanidad que los niños pudieran conocer personalmente al menos a dos de las generaciones que les precedieron. Es una experiencia humana que crea, para los niños y los jóvenes, una audiencia más amplia de interlocutores adultos que no deben ser despreciados. El papa Francisco ha recordado repetidamente el valor humano que los «abuelos» tienen para los nietos. Pero ese es solo un ejemplo. Muchas sorpresas pueden venir de una comunidad y de una familia que integra a los ancianos en su vida y entre sus seres queridos.

Los ancianos no son una parte residual de nuestra población: no son una tierra en declive. Son ciudadanos como los demás; miembros de la familia entre familiares; amigos entre amigos. Representan recursos humanos y espirituales. Sin embargo, hay una revolución cultural por hacer: acoger plenamente a los ancianos en nuestra sociedad. Los ancianos, quizás dejados solos por las circunstancias de la vida, necesitan de los demás. La dependencia y la necesidad de los demás son más evidentes. En cierto sentido, los ancianos sugieren, con sus debilidades, una «revolución comunitaria» (para usar la expresión de Emmanuel Mounier) a la familia, a la sociedad, al entorno en el que viven. Pero aquí surgen las resistencias y rechazos de una sociedad individualista.

La institucionalización de las personas mayores no es la respuesta al problema de su mayor presencia en la sociedad: es la concentración de las personas mayores en un universo separado (que puede ser de buena calidad o de bajo nivel). Es lo opuesto a lo que se ha llamado «revolución comunitaria», que se creará con creatividad a partir de las necesidades de los ancianos. Además, la historia del siglo XX ha testimoniado cómo la institucionalización se ha considerado, con la experiencia y el crecimiento de la sensibilidad social, una solución insatisfactoria para los niños sin familia o con familias incapaces de responsabilizarse de ellos (pensemos en los orfanatos), o para los enfermos mentales (recuérdense los hospitales psiquiátricos). Alternativamente, por ejemplo, han surgido muchos procesos integradores, incluidos los hogares familiares.

Los ancianos necesitan, al menos como mínimo, un tejido comunitario que envuelva su frágil existencia. Esto concierne a las instituciones para que estén proyectadas de manera amigable hacia las personas mayores con la creación o fortalecimiento de estructuras, instituciones, redes de proximidad al servicio de quienes no pueden gestionarse solos. Pero requiere una «conversión» de todos, de la familia, de la sociedad y de la Iglesia misma. Todos estamos llamados a esta conversión comunitaria, observando la condición de los ancianos.

Este libro, que se remite a la Biblia para hablar de los ancianos, quiere acompañar este proceso de conversión y guiar a través de las tinieblas del presente hacia una visión más amplia e integrada. Después, al compararse con las figuras bíblicas de los ancianos, uno siempre se enfrenta a sí mismo, sea cual sea su edad. En parte porque siempre hay un potencial (eso espero) anciano en nosotros mismos. Hacer un futuro diferente para las personas mayores de hoy también es un trabajo para las de mañana.

Solo una fuerte instancia espiritual, que oriente la comprensión del don de una larga vida, ayuda a situar esta realidad con inteligencia y amor en la sociedad actual. Porque, en una visión totalmente económica y funcionalista, los ancianos acaban siendo un lastre o una realidad de poco valor. En cambio, su presencia es una firme «garantía» de gratuidad, por tanto de humanidad y espiritualidad para todos. Meditar sobre los ancianos en la Biblia nos guía para comprender el valor de una sociedad no unidimensional, no construida sobre las dimensiones de uno mismo o en una medida funcionalista.

El papa Francisco, en 2014, visitando la Comunidad de San Egidio, dijo:

«Veo entre vosotros también a muchos ancianos. Me alegra que seáis sus amigos y estéis cerca de ellos... Cuando los ancianos son descartados, cuando los ancianos son aislados y a veces se apagan sin afecto, es una mala señal. Cuán buena es, en cambio, esa alianza que veo aquí entre jóvenes y ancianos donde todos reciben y dan. Los ancianos y su oración son una riqueza para San Egidio. Un pueblo que no cuida a sus ancianos, que no se preocupa de sus jóvenes, es un pueblo sin futuro, un pueblo sin esperanza. Porque los jóvenes -los niños, los jóvenes— y los ancianos llevan adelante la historia... Y se descartan los ancianos, con actitudes detrás de las cuales hay una eutanasia oculta, una forma de eutanasia. No sirven, y lo que no sirve se descarta».

Poner a los ancianos en el corazón de la familia, de la comunidad o de la sociedad es el comienzo de un cambio humano radical, que hemos llamado «revolución comunitaria». Es la indicación que proviene de la palabra de Jesús: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular» (Mt 21,42). Los ancianos de alguna manera son la «piedra angular» desde la que reiniciar la reconstrucción de la sociedad. Tras la crisis del coronavirus, en la que los ancianos han pagado un precio tan alto, es necesario partir de ellos para hacer una reconsideración del vivir menos individualista y economicista.

 

 

Andrea Riccardi