En el campo de refugiados de Moria miles de personas viven en tiendas que forman la llamada "jungla", una colina de olivos, cerca del punto de acceso a la isla griega de Lesbos.
En la ladera más expuesta al frío viento invernal la Comunidad de Sant’Egidio conoció a una familia de refugiados sirios que había llegado poco tiempo antes. Entre las muchas historias que conocimos durante el último viaje de las fiestas navideñas está la de Fátima, madre de tres hijos. Su rostro se ilumina cuando habla de la belleza de Alepo, ciudad que tuvo que abandonar junto a su marido y su hermana tras intentar resistir hasta el final. Emprendieron la peligrosa vía del mar, al tener noticias de los problemas de la ruta balcánica. No conocían la situación del campo de Moria. Viven seis personas en una tienda de camping con capacidad solo para tres personas. Es tan pequeña que no pueden estar de pie. Para protegerse del frío, sobre todo cuando llueve, utilizan mantas y alfombras, que siempre están húmedas. Sus grandes preocupaciones son la salud de los niños, su educación, la ausencia de escuelas para estudiar, el deseo de tener una vida digna y un futuro tranquilo.
Como muchos, pasan gran parte del tiempo deambulando fuera de la tienda, donde encienden hogueras para calentarse con ramas de olivos, o haciendo interminables colas para recibir la comida o para ducharse, en una situación de extrema superpoblación.
Pero entre los olivos también corretean los niños, que forman uno de los pueblos más numerosos. Desprenden vitalidad con sus juegos y sus bailes, como en los momentos de fiesta con la Comunidad de Sant’Egidio. En una situación que los migrantes describen como una "cárcel al aire libre", la esperanza de los niños es un recordatorio a Europa para que despierte, para que tenga "los ojos abiertos, el corazón abierto" –como ha dicho recientemente el papa Francisco–, "para recordar a todos el compromiso inderogable de salvar todas las vidas humanas, un deber moral que une a creyentes y no creyentes".
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