De mendigo a príncipe

De mendigo a príncipe

Alessandro vagaba sin rumbo bajo la columnata de Bernini. Ahora duerme bajo los frescos del palacio Migliori, una construcción del siglo XVII decorada para satisfacer los delirios de vanagloria de la rica familia romana que donó su hogar a la Santa Sede. En 2018 ofrecieron una jugosa oferta para convertirlo en un hotel de lujo, pero Francisco tenía en mente otros huéspedes. Como dijo el Papa cuando visitó el palacio, «la belleza sana las heridas»

Hasta hace poco, Alessandro arrastraba su maleta llena de cartones y harapos viejos por las calles de Roma hasta que encontraba un lugar clemente donde el frío no le penetrase hasta los huesos. Acaba de cumplir 49 años, pero tiene el rostro surcado de arrugas, envejecido por el alcohol y la miseria. Es un hombre achaparrado que sabe lo que es caer al vacío después de una mala inversión. «Mi vida ha sido un poco complicada. Soy víctima de la burocracia italiana. Abrí un restaurante en 2002, pero todo fue mal y acabé cerrando con un montón de deudas encima», explica con la voz quebrada. Las cosas empezaron a torcerse tanto que los últimos años de su vida los ha pasado al raso, acampado bajo un puente, escondido en el parque o recostado bajo los soportales… «Me quedé fuera de lo que se considera normal. No podía mantener a mis hijos, no podía ir a hacer la compra, ni llevarlos a la escuela. Les fallé a ellos y a mí mismo. Me sentía roto por dentro» recuerda, sin entrar en los pormenores de la marginalidad. Lo peor era la vergüenza: «Temía poder encontrarme con alguien que me conociera de antes. Y estaba siempre agazapado sin mirar a los ojos a la gente que pasaba».

Acabó olvidándose de quién era, hasta que en junio del año pasado cambió su suerte. La Comunidad de Sant’Egidio necesitaba una persona que diera una mano de pintura a las paredes desconchadas de un antiguo palacete abandonado. No le dieron más detalles. Se presentó a la cita en la plaza de San Pedro y en un par de días estaba subido a una escalera con el rodillo en la mano. Lo que nunca imaginó es que aquel lugar se convertiría en su casa. «Desde entonces todo ha ido a mejor. He recuperado confianza en mí mismo y no voy a dejar que nada estropee esta oportunidad», asegura este romano que, de deambular sin rumbo bajo la columnata de Bernini, ha pasado tener un lugar donde le esperan para cenar.

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