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Fiesta de Cristo Rey del universo
Primera Lectura
Daniel 7,13-14
Yo seguía contemplando en las visiones de la noche:
Y he aquí que en las nubes del cielo venía
como un Hijo de hombre.
Se dirigió hacia el Anciano
y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio,
honor y reino,
y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron.
Su imperio es un imperio eterno,
que nunca pasará,
y su reino no será destruido jamás.
Salmo responsorial
Psaume 92 (93)
Reina Yahveh, de majestad vestido,
Yahveh vestido, ce?ido de poder,
y el orbe est? seguro, no vacila.
Desde el principio tu trono esta fijado,
desde siempre existes t?.
Levantan los r?os, Yahveh,
levantan los r?os su voz,
los r?os levantan su bramido;
m?s que la voz de muchas aguas
m?s imponente que las ondas del mar,
es imponente Yahveh en las alturas.
Son veraces del todo tus dict?menes;
la santidad es el ornato de tu Casa,
oh Yahveh, por el curso de los d?as.
Segunda Lectura
Apocalipsis 1,5-8
y de parte de Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén. Mirad, viene acompañado de nubes: todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por él harán duelo todas las razas de la tierra. Sí. Amén. Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, «Aquel que es, que era y que va a venir», el Todopoderoso.
Lectura del Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya.
Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Juan 18,33-37
Entonces Pilato entró de nuevo al pretorio y llamó a Jesús y le dijo: «?Eres tú el Rey de los judíos?» Respondió Jesús: «?Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?» Pilato respondió: «?Es que yo soy judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ?Qué has hecho?» Respondió Jesús: «Mi Reino no es de este mundo.
Si mi Reino fuese de este mundo,
mi gente habría combatido
para que no fuese entregado a los judíos:
pero mi Reino no es de aquí.» Entonces Pilato le dijo: «?Luego tú eres Rey?» Respondió Jesús: «Sí, como dices, soy Rey.
Yo para esto he nacido
y para est he venido al mundo:
para dar testimonio de la verdad.
Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.»
Aleluya, aleluya, aleluya.
Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Homil?a
Con la fiesta de Cristo Rey del Universo termina el año litúrgico. Es una fiesta reciente en la Iglesia latina. Se instituyó cuando se difundían los totalitarismos del siglo XX que sometían con la violencia la historia de Europa y de otras zonas del mundo. Pero las raíces de esta fiesta están en el Evangelio, en el momento más dramático de la vida de Jesús, podríamos decir. El pasaje evangélico de este domingo nos presenta al gobernador romano que se dirige a Jesús y le pregunta: "?Luego tú eres rey?". "Sí, como dices, soy rey", le contesta Jesús.
A ojos de los hombres Jesús es realmente un rey extraño: tiene por trono una cruz; por corona, una corona de espinas; y por corte, dos ladrones crucificados con él. Y por otra parte, hay unas pocas mujeres con un joven que, sumidos en el dolor, están junto al patíbulo. Pero a pesar de todo, esta es la imagen que caracteriza desde siempre a toda comunidad cristiana. La cruz destaca por encima de toda iglesia y sobre todo cuando los cristianos son perseguidos y ultrajados hasta ser asesinados. Hoy aquella cruz parece que prende con fuerza en varios países del mundo. No son pocos, los cristianos que siguen sufriendo la misma pasión de Jesús. Nosotros, como aquel pequeño grupo de mujeres que estaban cerca de la cruz de Jesús, queremos estar cerca de todos los que aún hoy son clavados en la cruz, de todos los que sufren las embestidas de la violencia. Frente a las tragedias de hoy, frente a la difusión de la violencia, se nos invita a levantar la mirada hacia la cruz de Jesús y contemplar su poder de rey.
El Evangelio nos dice que el príncipe del mal es derrotado por aquella cruz. Desde la cruz, Jesús salva a los hombres del dominio del pecado y de la muerte. El apóstol Pablo transmitió esta convicción a todas las Iglesias sabiendo el escándalo que provocaría: "Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles" (1 Co 1,23). Jesús ejerce su poder real cuando está crucificado.
Mientras está clavado en aquel madero, todos le dicen lo mismo: "¡Sálvate!". Esta simple palabra encierra uno de los dogmas más firmemente arraigado en la vida de los hombres, aún hoy. El amor por uno mismo es una doctrina que aprendemos desde pequeños, y está tan firmemente arraigada en el corazón que parece difícil extirparla. Es el evangelio del mundo, alternativo al Evangelio de Jesús. Cada uno de nosotros sabemos bien lo insidioso y penetrante que es este evangelio del mundo.
Esta fiesta de Cristo Rey nos muestra el amor real que transforma el corazón de los hombres y la vida del mundo. Abracemos a este rey, débil y pobre. De él crucificado brota la salvación para todos. Y con las palabras del Apocalipsis le decimos: "A ti, Señor, que nos amas y nos salvaste de nuestros pecados con tu sangre, que hiciste de nosotros un reino de sacerdotes por nuestro Dios y Padre, a ti la gloria y la potencia por los siglos de los siglos. Amén".
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.