Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Lucas 19,45-48
Entrando en el Templo, comenzó a echar fuera a los que vendían, diciéndoles: «Está escrito: Mi Casa será Casa de oración. ¡Pero vosotros la habéis hecho una cueva de bandidos!» Enseñaba todos los días en el Templo. Por su parte, los sumos sacerdotes, los escribas y también los notables del pueblo buscaban matarle, pero no encontraban qué podrían hacer, porque todo el pueblo le oía pendiente de sus labios.
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Tras entrar en la ciudad santa, Jesús se dirigió al templo. Dentro de aquellos muros estaba el corazón de Jerusalén, el lugar de la presencia de Dios, donde la fe y la historia de Israel llegaban a su cumplimiento. Pero el espíritu del mundo, que persigue el beneficio y la riqueza material, había invadido también aquel espacio dedicado a Dios y a la oración. Realmente aquella casa se había convertido en un mercado, una plaza de negocios y de compraventa. Se podría decir que el templo se había convertido en el emblema de la situación del mundo: un lugar esclavo del materialismo, de una vida entendida como mercado, como intercambio de mercancías. Para muchos, aún hoy, lo que importa en la vida es comprar y vender, adquirir y consumir. Y nada más. En la vida, la dimensión de la gratuidad parece que ha desaparecido o incluso ha sido intencionadamente prohibida. La ley del mercado ha pasado a ser la nueva religión, con sus templos, sus ritos y sus altares en los que se sacrifica todo. Jesús, enojado ante aquel espectáculo vil y escandaloso, echa a los vendedores gritando: "Mi casa será casa de oración". La única relación verdadera, la única que tiene nacionalidad plena en la vida, es el amor gratuito por Dios y por los hermanos, un amor que se convierte en un espacio para la presencia real de Dios en toda ciudad. El espacio para Dios hay que hacerlo en el corazón. Jesús echa a los vendedores del templo y echa también aquel espíritu materialista que hay en nuestro corazón. Y nos anuncia nuevamente el Evangelio. Escribe el evangelista que desde aquel momento Jesús se queda en el templo y empieza a anunciar cada día el Evangelio. Aquel lugar -y esperamos que pase lo mismo con nuestro corazón- vuelve a ser el santuario de la misericordia y del amor.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.