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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

VII del tiempo ordinario
Memoria de san Policarpo, discípulo del apóstol Juan, obispo y mártir (†155).
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 23 de febrero

VII del tiempo ordinario
Memoria de san Policarpo, discípulo del apóstol Juan, obispo y mártir (†155).


Primera Lectura

Levítico 19,1-2.17-18

Habló Yahveh a Moisés, diciendo: Habla a toda la comunidad de los israelitas y diles: Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo. No odies en tu corazón a tu hermano, pero corrige a tu prójimo, para que no te cargues con pecado por su causa. No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, Yahveh.

Salmo responsorial

Psaume 102 (103)

Bendice a Yahveh, alma mía,
del fondo de mi ser, su santo nombre,

bendice a Yahveh, alma mía,
no olvides sus muchos beneficios.

El, que todas tus culpas perdona,
que cura todas tus dolencias,

rescata tu vida de la fosa,
te corona de amor y de ternura,

satura de bienes tu existencia,
mientras tu juventud se renueva como el águila.

Yahveh, el que hace obras de justicia,
y otorga el derecho a todos los oprimidos,

manifestó sus caminos a Moisés,
a los hijos de Israel sus hazañas.

Clemente y compasivo es Yahveh,
tardo a la cólera y lleno de amor;

no se querella eternamente
ni para siempre guarda su rencor;

no nos trata según nuestros pecados
ni nos paga conforme a nuestras culpas.

Como se alzan los cielos por encima de la tierra,
así de grande es su amor para quienes le temen;

tan lejos como está el oriente del ocaso
aleja él de nosotros nuestras rebeldías.

Cual la ternura de un padre para con sus hijos,
así de tierno es Yahveh para quienes le temen;

que él sabe de qué estamos plasmados,
se acuerda de que somos polvo.

¡El hombre! Como la hierba son sus días,
como la flor del campo, así florece;

pasa por él un soplo, y ya no existe,
ni el lugar donde estuvo vuelve a conocerle.

Mas el amor de Yahveh desde siempre hasta siempre
para los que le temen,
y su justicia para los hijos de sus hijos,

para aquellos que guardan su alianza,
y se acuerdan de cumplir sus mandatos.

Yahveh en los cielos asentó su trono,
y su soberanía en todo señorea.

Bendecid a Yahveh, ángeles suyos,
héroes potentes, ejecutores de sus órdenes,
en cuanto oís la voz de su palabra.

Bendecid a Yahveh, todas sus huestes,
servidores suyos, ejecutores de su voluntad.

Bendecid a Yahveh, todas sus obras,
en todos los lugares de su imperio.
¡Bendice a Yahveh, alma mía!

Segunda Lectura

Primera Corintios 3,16-23

¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario. ¡Nadie se engañe! Si alguno entre vosotros se cree sabio según este mundo, hágase necio, para llegar a ser sabio; pues la sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios. En efecto, dice la Escritura: El que prende a los sabios en su propia astucia. Y también: El Señor conoce cuán vanos son los pensamientos de los sabios. Así que, no se gloríe nadie en los hombres, pues todo es vuestro: ya sea Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, todo es vuestro; y vosotros, de Cristo y Cristo de Dios.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 5,38-48

«Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo: no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra: al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da, y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda. «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

Durante estos domingos la liturgia nos está haciendo meditar el discurso de la montaña que Jesús cierra con las palabras sobre la casa fundada sobre roca, como queriendo subrayar la fuerza que tienen estas palabras si se ponen en práctica, haciendo firme la casa incluso contra los vientos y las tempestades que se abaten en la vida. Quien se confía a estas palabras es sabio y realista. En ellas se esconde la verdadera sabiduría de la vida, distinta del pensamiento habitual pero la única capaz de sustraer al mundo de la violencia del mal. Es en esta perspectiva que Jesús, queriendo dar cumplimiento a la Ley, dice: "Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo: -continúa Jesús- no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra". Jesús se refiere a la antigua ley del talión, una norma bíblica encaminada a mitigar y regular la venganza. En la antigüedad -en realidad ocurre todavía hoy- el espíritu de venganza empujaba a los hombres a ser implacables, feroces hasta la inhumanidad. La ley del talión pretendía poner un límite a la arbitrariedad de la venganza, estableciendo una reparación proporcionada: un diente por un diente, un ojo por un ojo, un pie por un pie, y así sucesivamente. Esta ley era, en definitiva, un freno al instinto salvaje del hombre.
Para Jesús esta disposición, que incluso podía tener cierto sentido, no se sostenía: no solo no había que vengarse, sino que ni siquiera había que "resistirse al mal". Es la lucha por derribar el mal, que en realidad comienza en el propio corazón. Es una lucha que los creyentes están llamados a realizar en primer lugar. El patriarca Atenágoras, como gran creyente que era, lo subrayaba a partir de sí mismo: "La guerra más dura -decía- es la que uno combate contra sí mismo. Es necesario llegar a desarmarse. Yo mismo he combatido esta guerra durante años, y ha sido terrible. Pero ahora estoy desarmado, ya no tengo miedo de nada porque el amor ha expulsado al miedo".
Es el camino que el Evangelio nos sugiere para conducirnos al encuentro manso con el otro, a la paciencia en el diálogo, a la generosidad en el estar con los demás. Es recorriendo este camino generoso que se desarman los corazones, incluso los de los violentos. Estas palabras del Evangelio permiten que el amor dé frutos de paz y de concordia. Jesús continúa diciendo: "Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos". Con estas palabras Jesús borra de su vocabulario la palabra enemigo para que solo quede la otra, el prójimo. Sí, para Jesús no existen enemigos, todos son prójimos a amar. Así debe ser también para los discípulos. Él no solo pide perdonar toda ofensa -lo cual es ya un gran paso adelante-, sino que pretende que amen incluso a los enemigos y recen por los que los persiguen. Y él es el primero en dar ejemplo, cuando sobre la cruz pidió: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34).
Jesús quiere ensanchar el corazón de los hombres desterrando las fronteras y los límites que son el origen de la enemistad. El Evangelio requiere un testimonio generoso, y Jesús resalta la diferencia que este introduce: "Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos?". Jesús invita a los discípulos a una vida elevada; conoce bien nuestra debilidad y nuestro pecado pero no deja de exhortarnos: "Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial". Ya en tiempos de Moisés el Señor mismo exhortaba a su pueblo: "Sed santos, porque yo, el Señor, soy santo". Y la santidad es la caridad, es el amor sin fronteras que empuja a los discípulos a salir de sí mismos y a encaminarse hacia las periferias de este mundo. La imitación de Cristo, hombre nuevo, modelo de verdadera humanidad, se convierte en el camino simple que el Evangelio pone al alcance de cada uno de nosotros.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.