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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

IV del tiempo ordinario
Recuerdo de la muerte de Gandhi, asesinado en 1948 en Nueva Delhi. Con él recordamos a todos los que, en nombre de la no violencia, trabajan por la paz.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 30 de enero

IV del tiempo ordinario
Recuerdo de la muerte de Gandhi, asesinado en 1948 en Nueva Delhi. Con él recordamos a todos los que, en nombre de la no violencia, trabajan por la paz.


Primera Lectura

Jeremías 1,4-5.17-19

Entonces me fue dirigida la palabra de Yahveh en estos términos: Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía,
y antes que nacieses, te tenía consagrado:
yo profeta de las naciones te constituí. Por tu parte, te apretarás la cintura,
te alzarás y les dirás
todo lo que yo te mande.
No desmayes ante ellos,
y no te haré yo desmayar delante de ellos; pues, por mi parte, mira que hoy te he convertido
en plaza fuerte,
en pilar de hierro,
en muralla de bronce
frente a toda esta tierra,
así se trate de los reyes de Judá como de sus jefes,
de sus sacerdotes o del pueblo de la tierra. Te harán la guerra,
mas no podrán contigo,
pues contigo estoy yo - oráculo de Yahveh - para
salvarte."

Salmo responsorial

Psaume 70 (71)

¡Por tu justicia sálvame, libérame!
tiende hacia mí tu oído y sálvame!

¡Sé para mí una roca de refugio,
alcázar fuerte que me salve,
pues mi roca eres tú y mi fortaleza.

¡Dios mío, líbrame de la mano del impío,
de las garras del perverso y del violento!

Pues tú eres mi esperanza, Señor,
Yahveh, mi confianza desde mi juventud.

En ti tengo mi apoyo desde el seno,
tú mi porción desde las entrañas de mi madre;
¡en ti sin cesar mi alabanza!

Soy el asombro de muchos,
mas tú eres mi seguro refugio.

Mi boca está repleta de tu loa,
de tu gloria todo el día.

A la hora de mi vejez no me rechaces,
no me abandones cuando decae mi vigor.

Porque de mí mis enemigos hablan,
los que espían mi alma se conciertan:

¡Dios le ha desamparado, perseguidle,
apresadle, pues no hay quien le libere!

¡Oh Dios, no te estés lejos de mí,
Dios mío, ven pronto en mi socorro!

¡Confusión y vergüenza sobre aquellos
que acusan a mi alma;
cúbranse de ignominia y de vergüenza
los que buscan mi mal!

Y yo, esperando sin cesar,
más y más te alabaré;

publicará mi boca tu justicia,
todo el día tu salvación.

Y vendré a las proezas de Yahveh,
recordaré tu justicia, tuya sólo.

¡Oh Dios, desde mi juventud me has instruido,
y yo he anunciado hasta hoy tus maravillas!

Y ahora que llega la vejez y las canas,
¡oh Dios, no me abandones!,
para que anuncie yo tu brazo a todas las edades
venideras,
¡tu poderío

y tu justicia, oh Dios, hasta los cielos!
Tú que has hecho grandes cosas,
¡oh Dios!, ¿quién como tú?

Tú que me has hecho ver tantos desastres y desgracias,
has de volver a recobrarme.
Vendrás a sacarme de los abismos de la tierra,

sustentarás mi ancianidad, volverás a consolarme,

Y yo te daré gracias con las cuerdas del arpa,
por tu verdad, Dios mío;
para ti salmodiaré a la cítara,
oh Santo de Israel.

Exultarán mis labios cuando salmodie para ti,
y mi alma, que tú has rescatado.

También mi lengua todo el día
musitará tu justicia:
porque han sido avergonzados, porque han enrojecido,
los que buscaban mi desgracia.

Segunda Lectura

Primera Corintios 12,31-13,13

¡Aspirad a los carismas superiores! Y aun os voy a mostrar un camino más excelente. Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha. La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca. Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia. Porque parcial es nuestra ciencia y parcial nuestra profecía. Cuando vendrá lo perfecto, desaparecerá lo parcial. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Al hacerme hombre, dejé todas las cosas de niño. Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido. Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 4,21-30

Comenzó, pues, a decirles: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy.» Y todos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?» El les dijo: «Seguramente me vais a decir el refrán: Médico, cúrate a ti mismo. Todo lo que hemos oído que ha sucedido en Cafarnaúm, hazlo también aquí en tu patria.» Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria.» «Os digo de verdad: Muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio.» Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

El Evangelio de este Domingo continúa la narración de la primera predicación de Jesús en Nazaret, relatando las reacciones despechadas de sus conciudadanos. ¿De dónde nacía una indignación tan violenta como para impulsar a los que le escucharon a querer arrojar a Jesús desde la cima del monte? Una sola era la culpa de Jesús: haberse atrevido a hablar con autoridad y haber anunciado el cumplimiento de la Escritura. Se presentaba así como el Mesías, el que liberaba a los prisioneros, curaba a los enfermos y levantaba a los pobres de su condición. Ellos rechazan que el enviado de Dios sea uno de ellos. Necesitan signos y prodigios, y no escuchan. Pero precisamente el no escuchar es lo que apaga la profecía. No por casualidad Jesús evoca dos episodios de la Biblia: la experiencia del profeta Elías, que fue enviado solo a una pobre viuda cerca de Sidón, y el episodio del profeta Eliseo, enviado a curar la lepra de Naamán el sirio, un extranjero. Tanto él como la viuda acogieron a los profetas y fueron ayudados. En ellos prevaleció la necesidad de ayuda y curación, y se fiaron de las palabras del profeta; exactamente lo contrario de cuanto hicieron los habitantes de Nazaret.
La incredulidad bloquea el amor de Dios, reduce a la impotencia sus palabras volviéndolas ineficaces. En cierto modo las mata, las desperdicia. Como los nazarenos que empujaron a Jesús fuera de su ciudad y trataron de matarle para que no volviera en medio de ellos reivindicando una autoridad sobre sus vidas. Es lo que sucede cada vez que no acogemos el Evangelio con un corazón sincero y disponible. Lo descartamos y lo echamos fuera de nuestra vida, fuera de la vida de los hombres. Y hacemos que continúe ese "vía crucis" que en Nazaret tuvo su primera etapa y en Jerusalén su culminación. Nos defendemos del Evangelio y de sus testigos para que no perturben nuestra tranquilidad, tal y como hicieron aquellos habitantes de Nazaret. Preferimos el silencio, para que no queden al descubierto -ni siquiera ante nosotros mismos- nuestras debilidades, nuestros pecados. La incredulidad es como una conjura del silencio: no tolera que el Evangelio hable y cambie nuestro corazón. Y no es la conjura de quien nunca ha conocido o escuchado al Señor; al contrario, la incredulidad viene de quien le conoce. Es el pecado de los creyentes. Es como un miedo a un Dios vivo, cercano, humano. Un Dios así da miedo porque está junto a nosotros. Nos gustaría más un Evangelio tan lejano que no nos dijera nada, o vaciado de su fuerza, rebajado a pactos con la mentalidad de este mundo de forma que no nos pidiera nada. Sin embargo, el Evangelio se encierra en una sola palabra: el amor de Dios.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.